La ciudad peruana se hizo conocida por el consumo de ayahuasca y un mercado alucinante.
Antes de empezar, una advertencia: en Iquitos, Perú, esta interlocutora no consumió la ayahuasca alucinógena chamánica. Aun así, se encontró entre decenas de coloridos mototaxis, la inserción selvática de Gustave Eiffel, mandíbulas de piraña y una mujer deteniendo el tráfico con un baile de pompones; escuchó incluso cada cuarto de hora las campanas del reloj de una iglesia que podría provenir de la dimensión desconocida. Lo surreal es simplemente real en Iquitos, la orgullosa “capital de la Amazonia”.
Ubicada en la pantanosa confluencia de los ríos Amazonas, Nanay e Itaya, es la ciudad portuaria ubicada más tierra adentro en el mundo, a unos 3 mil kilómetros río arriba desde el océano Atlántico. Aquí puede encontrarse toda la parafernalia de la civilización, desde elegante arquitectura morisca, iglesias del siglo XVIII y casinos modernos hasta calles agrietadas y barcazas conviviendo con otros recursos de la selva, como el petróleo y el oro, que son extraídos para el mundo exterior.
La ciudad se despliega desde la Plaza de Armas y su centro está poblado por mansiones provenientes de una edad dorada, monumentales testigos de los brutales millonarios de la selva –los “barones del caucho”– que la habitaron hasta mediados de la pasada década del 20 –lo que fascinó a Herzog en la imperdible Fitzcarraldo–.
Los típicos visitantes de Iquitos son turistas ocasionales en el camino hacia o desde la selva, mineros explotadores, ingenieros de compañías petroleras o allegados. En los últimos años, un nuevo tipo de turismo ha deambulado por la ciudad: solicitantes de paz interior atraídos por la creciente reputación de la ciudad como centro de chamanes que preparan la ayahuasca, una planta autóctona cuyas raíces, a veces mezcladas con otras plantas, producen el doble efecto de purgante y alucinógeno.
Desde el centro, estos turistas son trasladados en esquifes a los puestos asentados en la selva para vivir regímenes de dosificación que pueden durar desde algunas noches hasta un par de semanas. Embelesados, algunos de ellos se quedarán a pasar allí el resto de sus días.
El mercado de Belén, el gigante zoco de la selva, debe ser visitado con un guía tanto para defenderse de los ladrones como para desentrañar con qué se encuentra uno. Por unos pocos dólares, se podría comprar una tortuga entera para la comida, tucanes vivos o monos araña.
Los callejones ofrecen plantas medicinales –ya sea secas, verdes o trituradas como ungüento– para cada enfermedad humana concebible, desde la artritis reumatoidea hasta la malaria y el cáncer. Así como gran variedad de hierbas, bebidas afrodisíacas, aceite de serpiente para curar el dolor de espalda y fortalecer los músculos, huevos de caracol para el acné o esperma de delfín para atraer el amor.
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