Enorme y variado. Así es este país que nació a la vida independiente hace menos de doscientos años y se gestó tras sucesivas influencias étnicas y culturales. A sus pobladores autóctonos -cuyos orígenes datan de hace 15 milenios- se sumaron, paulatinamente, los colonos europeos, quienes arribaron a sus costas en el siglo XVI con afán expedicionario primero y con determinación residente después.
Hasta bien entrado el siglo XX, esta nación ha sido receptora de extranjeros, que por un motivo o por otro acabaron echando sus raíces en un suelo al que, ante todo, vislumbraron como fértil. Y lo era.
En sus casi tres millones de kilómetros cuadrados, el octavo país más grande del mundo supo ser el nuevo hogar de españoles, italianos, alemanes, judíos e ingleses, que lograron convivir y acrisolarse en una geografía tan exhuberante como generosa. Igual que su sociedad.
Muchas han sido -y son- las caras de este país, polifacético donde los haya, con el perfil esculpido a golpe de cincel cosmopolita. Pero lo cierto es que Argentina tiene rostro de mujer, quizás porque su nombre es la obra de un poeta. Según cuenta la leyenda, el sacerdote extremeño Martín del Barco Centenera fue quien la bautizó hace más de 400 años, aunque lo hizo sin querer.
En su poesía épica titulada ‘La Argentina’, este clérigo describía la región del Río de la Plata y la fundación de Buenos Aires, su capital. Aquellos versos -o, más precisamente, su título- inspiraron el resto.
A saber, un territorio cuyo nombre proviene del latín (‘argentum’) y simboliza, sin duda alguna, la pujanza incesante por conquistarlo: los metales preciosos que presumiblemente había en el lugar y, entre ellos, la plata. No es casual, por lo tanto, que su principal estuario tenga una denominación acorde.
El Río de la Plata -que separa a Argentina de Uruguay- es el más ancho del mundo y se comporta como un mar. Su desembocadura, justo donde el agua dulce se funde con el salobre oceánico, mide 219 kilómetros en total, una distancia parecida a la que hay entre Madrid y Burgos.
Este rasgo, claro está, es motivo de orgullo para los argentinos, quienes tienen fama de atesorar récords, y no sólo deportivos. Su monte más elevado -el Aconcagua- es el más alto de todo el continente, con una cota que alcanza los 6.959 metros. En contrapartida, Argentina también alberga la mayor profundidad de América, una depresión de 103 metros bajo el nivel del mar, situada en la Laguna del Carbón.
Pero, además de estar muy bien ubicada en esa suerte de ‘palmarés geográfico’, Argentina se luce -y mucho- con varias plusmarcas urbanas y sociales. Con casi doce millones de habitantes, su capital es la tercera ciudad más poblada del planeta y, dentro de ella, la Avenida 9 de Julio es una de las más anchas del mundo.
Hacen falta varios minutos para cruzar los 110 metros que separan una acera de la que está enfrente, y eso sin tener en cuenta el tiempo que se destine a contemplar el Obelisco, una mole de cemento que data de 1936, mide 67 metros de altura y fue erigida en apenas un mes.
Hasta bien entrado el siglo XX, esta nación ha sido receptora de extranjeros, que por un motivo o por otro acabaron echando sus raíces en un suelo al que, ante todo, vislumbraron como fértil. Y lo era.
En sus casi tres millones de kilómetros cuadrados, el octavo país más grande del mundo supo ser el nuevo hogar de españoles, italianos, alemanes, judíos e ingleses, que lograron convivir y acrisolarse en una geografía tan exhuberante como generosa. Igual que su sociedad.
Muchas han sido -y son- las caras de este país, polifacético donde los haya, con el perfil esculpido a golpe de cincel cosmopolita. Pero lo cierto es que Argentina tiene rostro de mujer, quizás porque su nombre es la obra de un poeta. Según cuenta la leyenda, el sacerdote extremeño Martín del Barco Centenera fue quien la bautizó hace más de 400 años, aunque lo hizo sin querer.
En su poesía épica titulada ‘La Argentina’, este clérigo describía la región del Río de la Plata y la fundación de Buenos Aires, su capital. Aquellos versos -o, más precisamente, su título- inspiraron el resto.
Este rasgo, claro está, es motivo de orgullo para los argentinos, quienes tienen fama de atesorar récords, y no sólo deportivos. Su monte más elevado -el Aconcagua- es el más alto de todo el continente, con una cota que alcanza los 6.959 metros. En contrapartida, Argentina también alberga la mayor profundidad de América, una depresión de 103 metros bajo el nivel del mar, situada en la Laguna del Carbón.
Pero, además de estar muy bien ubicada en esa suerte de ‘palmarés geográfico’, Argentina se luce -y mucho- con varias plusmarcas urbanas y sociales. Con casi doce millones de habitantes, su capital es la tercera ciudad más poblada del planeta y, dentro de ella, la Avenida 9 de Julio es una de las más anchas del mundo.
Hacen falta varios minutos para cruzar los 110 metros que separan una acera de la que está enfrente, y eso sin tener en cuenta el tiempo que se destine a contemplar el Obelisco, una mole de cemento que data de 1936, mide 67 metros de altura y fue erigida en apenas un mes.
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