Una fastuosa exhibición de poder económico. El más maravilloso espectáculo global que el hombre es capaz de ofrecer.
La ocasión de concretar el sueño acunado en años de esfuerzo. Una monstruosa guerra de marcas, de intereses, de desafíos a los controles antidoping.
La tentación de generar terror y disfrutar de una inmejorable caja de resonancia.
¿Cuántas definiciones caben en un Juego Olímpico, esa fiesta que cada cuatro años sacude al mundo con la excusa del deporte?
Ahora que Londres está lista para recibir por tercera vez a los Juegos (ninguna ciudad ostenta ese privilegio), el planeta se prepara para asistir a duelos simultáneos y no necesariamente deportivos. Algunos de ellos constituyen el máximo atractivo: la pelea por destronar al jamaiquino Usaín Bolt en los 100 metros o al estadounidense Michael Phelps, el rey del agua.
O la reedición de la porfía entre las potencias, después del triunfo de los EE.UU. en Sydney y Atenas y de la victoria china en casa, en Beijing 2008.
Otras competencias revivirán una pelea que existe desde el mismo instante en que el deporte dejó de ser una justa para convertirse en un show protagonizado por pocos y seguido, gracias a la bendita TV, por miles de millones.
Pese a no formar parte de los 11 auspiciantes principales –que a 50 millones de dólares por cabeza engrosarán las arcas del Comité Olímpico Internacional–, las dos grandes marcas de ropa deportiva, la estadounidense Nike y la alemana Adidas, vestirán a los principales campeones-modelos y fijarán pautas de consumo para los próximos cuatro años.
Habrá algunas batallas un tanto más dramáticas. Unas 24 mil personas cuidarán la seguridad de los distintos escenarios, 17 mil de ellos, soldados. Unos 870 millones de dólares es el presupuesto que el Comité Organizador destinó a prevenir atentados y enfrentar a un enemigo que supo golpear, con motivaciones, impacto y procedencias disímiles, en Munich 72 y en Atlanta 96.
Pelear contra el doping es otro desafío: un enemigo que supo ganarse un lugar en la mesa del deporte moderno, aun cuando la hipocresía impide admitirlo y se invierten tantos millones en detectarlo como en esquivar controles para mejorar marcas y contratos.
En ese marco el deporte en su vieja concepción volverá a esforzarse para asomar la cabeza. Los 10.490 atletas de 204 países colmarán la Villa Olímpica para saltar más alto, lanzar más fuerte o llegar más lejos, con o sin apoyo estatal: lograr el oro, trepar a un podio, mejorar una modesta marca. Sencillamente estar. Serán 17 días de récords, llantos y tensión, enmarcados por ceremonias de inauguración y clausura con seguridad imponentes.
Y habrá, claro, participación argentina, modesta por cierto, con aspiraciones de repetir las seis medallas logradas en las dos últimas citas. Quienes estuvimos en Atenas el 28 de agosto de 2004, el glorioso día de los dos oros, sabemos que acaso nunca se repita esa gesta. Pero eso también es un Juego Olímpico: la ilusión de vivir algo irrepetible. Ser parte y testigo de la historia.
La ocasión de concretar el sueño acunado en años de esfuerzo. Una monstruosa guerra de marcas, de intereses, de desafíos a los controles antidoping.
La tentación de generar terror y disfrutar de una inmejorable caja de resonancia.
¿Cuántas definiciones caben en un Juego Olímpico, esa fiesta que cada cuatro años sacude al mundo con la excusa del deporte?
Ahora que Londres está lista para recibir por tercera vez a los Juegos (ninguna ciudad ostenta ese privilegio), el planeta se prepara para asistir a duelos simultáneos y no necesariamente deportivos. Algunos de ellos constituyen el máximo atractivo: la pelea por destronar al jamaiquino Usaín Bolt en los 100 metros o al estadounidense Michael Phelps, el rey del agua.
O la reedición de la porfía entre las potencias, después del triunfo de los EE.UU. en Sydney y Atenas y de la victoria china en casa, en Beijing 2008.
Otras competencias revivirán una pelea que existe desde el mismo instante en que el deporte dejó de ser una justa para convertirse en un show protagonizado por pocos y seguido, gracias a la bendita TV, por miles de millones.
Pese a no formar parte de los 11 auspiciantes principales –que a 50 millones de dólares por cabeza engrosarán las arcas del Comité Olímpico Internacional–, las dos grandes marcas de ropa deportiva, la estadounidense Nike y la alemana Adidas, vestirán a los principales campeones-modelos y fijarán pautas de consumo para los próximos cuatro años.
Pelear contra el doping es otro desafío: un enemigo que supo ganarse un lugar en la mesa del deporte moderno, aun cuando la hipocresía impide admitirlo y se invierten tantos millones en detectarlo como en esquivar controles para mejorar marcas y contratos.
En ese marco el deporte en su vieja concepción volverá a esforzarse para asomar la cabeza. Los 10.490 atletas de 204 países colmarán la Villa Olímpica para saltar más alto, lanzar más fuerte o llegar más lejos, con o sin apoyo estatal: lograr el oro, trepar a un podio, mejorar una modesta marca. Sencillamente estar. Serán 17 días de récords, llantos y tensión, enmarcados por ceremonias de inauguración y clausura con seguridad imponentes.
Y habrá, claro, participación argentina, modesta por cierto, con aspiraciones de repetir las seis medallas logradas en las dos últimas citas. Quienes estuvimos en Atenas el 28 de agosto de 2004, el glorioso día de los dos oros, sabemos que acaso nunca se repita esa gesta. Pero eso también es un Juego Olímpico: la ilusión de vivir algo irrepetible. Ser parte y testigo de la historia.
fuente: Revista “Ñ”
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