Quería compartir una historia que he leido, con ustedes, en el sitio web de la Fundación Marambio (Sitio web para difundir y educar sobre las tareas y todo tipo de actividad afin a la Antártida Argentina). Sin dudas es una historia interesantísima, que revela datos curiosos de nuestra histórica y activa participación en ese gigante blanco, la Antártida.
Era medianoche de sábado a mediados del mes de noviembre del año 1962. Estábamos reunidos en el comedor la dotación de la Base Conjunta Teniente Matienzo y los tripulantes del Douglas DC-3 TA-33 a la cual yo pertenecía. Por motivos de las altas temperaturas reinantes, la nieve estaba blanda y nos impedía continuar viaje a la Base General Belgrano como lo teníamos previsto.
A esa hora ya había empezado el infaltable campeonato de truco y canasta, una repetida forma de compartir algunas horas en la aislada y lejana Antártida. Matienzo era en sus comienzos una precaria Base y una de sus falencias, la falta de baño en su interior. Los integrantes debían salir al exterior, a una letrina cercana a la casa habitación y montada sobre grietas, al costado del nunatak, que es una afloración de arenilla y lava volcánica en el medio de la gran barrera de hielo que bordea el oeste del mar de Weddell.
-Haceme un par de manos- dice Musso, jugador de una mesa de truco, se levanta rápido de su silla dirigiéndose a la puerta, agregando -voy al baño-. Salió al exterior y retornó al salón y a voz de cuello repetía ¡un perro!, ¡un perro que esta allí en la puerta! Si, respondía a los incrédulos, ¡es un animal grandote!
Nadie quedó en su lugar, algunos salieron como estaban, con ropas livianas, otros mas precavidos corrieron al dormitorio a buscar un abrigo, con ellos venían los que estaban ya acostados a esa hora, no queriendo perderse la novedad.
A metros de la puerta estaba parado el can, a cada integrante que salía lo miraba y hasta dejaba que lo acariciaran. Su pelo era de un negro azabache con pecho, patas, hocico y puntos blancos en su cabeza pequeña que brillaba al reflejo de la luz ubicada a la entrada de la casa. Hizo unos giros, y al no salir el humano que esperaba dio unos cortos pasos hacia atrás, se dio vuelta y busco la nieve blanda a un costado del taller, sitio en el cual se acostó mirando para la casa habitación. Adentro se hacían ya, todos los comentarios, -Si dijo Juan Carlos, es un perro de 4 años aproximadamente, de inmediato escuchamos a Julio que decía haber leído el hombre de Simba que estaba grabado en la chapita colgada del collar y agregaba que era de cuero y tenía una hebilla de metal inoxidable.
SIMBA, el perro polar Argentino (Foto de: Fundación Marambio)No hay dudas, es un perro de trineos aseguraba Bustamante, un sargento de nuestro Ejército que integró años antes dotaciones de la Base Esperanza; él nos contaba detalles de maromas y trineos totalmente desconocidos para los "aeronáuticos" allí reunidos.
Como decía al comienzo de este recuerdo canino, estábamos en esa Base haciendo escala para posteriormente ir a la lejana Belgrano y desde allí llegar al Polo Sur Geográfico.
Para apoyar nuestro vuelo los observadores meteorológicos de la península antártica daba un parte a horario del tiempo, posteriormente era transmitido desde Matienzo al Servicio Meteorológico Nacional, allí el doctor Hoffmann y el licenciado Komar entre otros calificados pronosticadores de esos tiempo, nos brindaban la información, que daba a las operaciones aéreas en esas latitudes, mucha confiabilidad.
Demás está decir, que en esos contactos a horario con todas las Bases, se les informaba la aparición de Simba, preguntándoles si era de su pertenencia. En los siguientes enlaces las contestaciones fueron NO, que no tenían perro o que en su dotación nunca tuvieron uno llamado así. Todos se sorprendían como nosotros y agregaban observaciones y preguntas cuyas respuestas no podíamos dar ni suponer.
SIMBA, el perro polar Argentino (Foto de: Fundación Marambio)Al día siguiente un hermoso día de sol, todos los integrantes se levantaron preguntando por el nuevo pensionista y la contestación de que por allí anda, los dejaba tranquilos; más de uno pensaba que Simba descansaría y seguiría su ruta, que Matienzo sólo era una escala.
No fue así, por suerte para todos se quedó y dio muestras de haber aceptado los mimos del cocinero, que empezó a separar su ración como si fuera un integrante más de la dotación.
A los días siguientes dos integrantes de la estación inglesa Hope Bay (Bahía Esperanza) vecina a nuestra Base Esperanza, vinieron como siempre lo hacían cuando pasaban hacia el sur, o recorrían la zona. Les hicieron la obligada pregunta sobre Simba. Visiblemente sorprendido John, un escocés con todas sus características y muy conocido por los argentinos, ya que llevaba en Antártida casi tres años, dijo que ese animal era de su dotación, agregando apurado, color y datos que no dejaban dudas a sus interlocutores de que se trataba del mismo animal. Continuó diciendo que en el mes de agosto en pleno invierno, realizaron una travesía desde su Base a la península de Jason. Se hacía de noche cuando su perro guía cayó en una grieta. Vanos fueron los intentos de rescate, porque el animal se desplazó hacia un costado del pozo y quedó encajado en los hielos que se entrecruzaban entre las dos paredes y no hubo más opción que cortar la cuerda de tiro que lo sostenía; un interminable alarido y sordos ruidos fue lo último que se escuchó del perro guía. También dijo que le costó mucho serenar a los otros canes y pronto tuvieron que buscar un lugar para pernoctar en las inmediaciones de cabo Longing. Al día siguiente volvieron a la zona del accidente y no encontraron ninguna señal de Simba.
Continuaron su ruta al suroeste en busca de un refugio instalado por nuestro Ejército años anteriores en las inmediaciones de cabo Desengaño, que les sirvió de apoyo.
Argentina, como miembro del Tratado Antártico, había aceptado instalar refugios, identificar su posición geográfica y comunicarlos al Tratado para que fuese utilizado en caso de emergencia por cualquier eventual visitante; en ese refugio, contó John, se instalaron hasta que pasó la tormenta que se abatió en la región por esos días.
Me imagino los momentos difíciles que pasó Simba a partir de que le cortaron la cuerda que lo sostenía. Seguramente rodó hacia la profundidad, con todo lo que se puede uno imaginar, nieve, oscuridad, puntas de hielo, golpes por todos lados y quizás no tan profundo, el balcón salvador que lo contuvo y le permitió permanecer allí el tiempo necesario para reponerse de las lastimaduras y magullones de la caída.
Durante el mes de agosto los días son muy cortitos; a Simba lo rodearon entonces muchas horas de total oscuridad, con ruidos de hielos quebrándose, dejando su intuición alterada por peligros existentes, que él vivía a partir de la rotura de ése frágil puente, que no pudo detectar como perro guía porque le escapaba a otras grietas que quedaban a su costado.
SIMBA, el perro polar Argentino (Foto de: Fundación Marambio)A los tiempos y apuro por salir de esa peligrosa posición, Simba los dominó totalmente, se quedó con su hambre y sed hasta los días siguientes en que por alguna hendija de la grieta se filtró un hilo de luz, que le regaló la esperanza de alcanzar la superficie que hacia ya varias días esperaba.
Seguramente a Simba lo acompañaba la suerte, esa que le proveyó el balcón que contuvo su caída, también le arrimó algún distraído pingüino o quizá, un pichón de foca que disparado de algún predador, se subió naturalmente al balcón permitiendo que, de esa manera, repusiera energías y le diera tiempo a explorar lugares para finalmente conseguir su auto liberación.
Pasaron bastantes días o quizás semanas para alcanzar la superficie y cuando lo hizo ya no había trineos ni maromas, corrió de un lado a otro, pero en esa solitaria llanura de nueve y hielo a nadie encontró.
Buscó con su instinto regresara al norte pero en esas, para él interminables semanas, los canales antárticos estaban descongelados y se quedó en las orillas. Allí no le faltó comida para disfrutar de su bien ganada libertad. Esas intenciones de ir al norte las terminó descartando y buscó en el sur signos de vida, que fueron los que lo llevaron finalmente a Matienzo en aquella madrugada de noviembre.
El primer día de diciembre (1962) por fin se dieron las condiciones y pudimos despegar rumbo a la Base Ellsworth, una vieja base antártica operada por el Instituto Antártico Argentino, vecina de la Base Belgrano.
La satisfacción de poder decolar y continuar con nuestro vuelo al Polo Sur iba acompañado de un eterno reconocimiento a la ayuda que nos brindaron los integrantes de la Base Matienzo con todos sus medios disponibles.
Tengo en la memoria una postal de los integrantes levantando los brazos despidiéndose, y a su costado el Simba ya convertido en mascota, mirando sorprendido, por los ruidos de los motores nunca antes escuchados.
De la forma más imprevista se interrumpió nuestro vuelo; en el despegue se nos incendió el avión; por suerte todos salimos con vida de ese infierno, las pérdidas fueron totales y, con esa desazón inexplicable del accidente, nos encontramos en lo más austral del mar de Weddell y a miles de kilómetros de nuestra Base El Palomar.
La Base Ellsworth donde estábamos se cerraba en forma definitiva en pocos días más; ya estaba navegando para allá el viejo rompehielos General San Martín Q4 a retirar su dotación; nos agregaron a la lista de pasajeros y a fin de año estábamos retornando en forma jamás pensada.
En una larga travesía, entre témpanos y aguas crespas, nos arrimó este noble (Sapo) como llamaban cariñosamente al rompehielos, a las inmediaciones de la Base Esperanza donde nos esperaba el buque de transporte Bahía Aguirre, estacionado y refugiado en una caleta de la zona, para llevarnos posteriormente a Ushuaia; en él compartí el camarote con Juan Carlos, recientemente reemplazado en la Base Matienzo; después de los saludos, la pregunta del accidente del Douglas y sus pormenores, fueron las primeras palabras y cuando le conté los detalles solo dejaba escapar de su boca: "Negro, tuvieron suerte, no lo puedo creer".
Casi de inmediato luego de recordar nuestras familias que pronto veríamos me contó lo ansioso que estaba por volver con los suyos y sobre todo ver a su querida novia; yo le decía que en pocos días atrás había nacido mi hijo Roberto Miguel y que estaba loco por conocerlo. Empezamos una ronda de mate y allí me contó su última tarea extra, ya que había sido él, el encargado de llevar a la costa y subir a cubierta al perro Simba y entregarlo en Esperanza a sus dueños. Fue para mí una sorpresa que me hacía vivir la Antártida que tanto había soñado conocer.
Digo sorpresa porque me contaba que los ingleses al enterarse de la aparición de su perro guía, pidieron que se lo devolvieran; los argentinos lo hicieron en la primera oportunidad que tuvieron. No fue fácil para Juan Carlos trasladar a Simba, necesitó construir con cuerdas de nylon un improvisado bozal, porque con tarascones y mordiscos pretendía defender su libertad.
Las personas que van a la Antártida por lo general vuelven a ella si se presenta la oportunidad. No fui la excepción, me propusieron integrar la dotación de Matienzo para el año 1965 y por supuesto acepté. Mi traslado se hizo en un vuelo del recordado Douglas TA-05 "El Montañés" visitante seguido de la Antártida en esos tiempos. Era septiembre de 1964 y al arribo a la conocida Base Matienzo, veo junto a las personas que nos recibían, parado, mi conocido Simba...¡no lo podía creer!
El post vuelo y pernocte tiene sus tareas, que compartí con los tripulantes del avión y mientras las realizaba pensaba y me preguntaba: ¿que hace aquí este perro?
Se sumó a las tareas un voluntario: Gerardo, fotógrafo de la Base y mientras enfundábamos los motores, contestó mi pregunta sobre Simba. -Hace unos meses vino una patrulla de ingleses que iba hacia el sur y nos trajo de regalo a su ex perro guía. Las explicaciones del porqué tomaron la decisión según dijeron, era que durante la ausencia para ellos definitiva, formaron a otro perro que lo reemplazaba precisamente en esos momento y les pareció que un destino mejor no tendrían para darle a "un joven perro jubilado", también agregaron que Simba tenía los vicios que le dio su odisea, no reconocía ni amos ni gritos y quizá por allí estaba la razón de llevarlo de regalo a Matienzo, indudablemente fue lo mejor que podían hacer con este hermoso animal.
A partir de su llegada fue totalmente independiente; dormía en el exterior, a la casa habitación entraba si lo obligaban, pero a los minutos pedía salir, porque no toleraba la calefacción. Al taller lo visitaba espaciadamente, no había calefacción, pero el ruido del motor diesel del generador eléctrico allí instalado le molestaba. Un promontorio de piedras pequeñas era su lugar preferido, desde el cual observaba el movimiento de las personas que entraban y salían de la casa habitación. Era acompañante obligado de cualquier integrante que realizaba trabajos en el exterior.
Todos nos sentíamos su mejor amigo, pero no había duda que Simba le regalaba su preferencia al cocinero y a él le brindaba sus mejores coletazos. Nunca lo escuché ladrar, aullar o quejarse y dudo que alguna vez lo hiciere.
Los temporales que son un clásico en la región, los pasaba echadito, con la cabeza casi escondida en sus blancas patas como su pechera; tuvimos ese año vientos huracanados que rondaron los 300 kilómetros por hora y él a la intemperie, por supuesto que cuando amainaba el viento, alguien salía a darle su comida que religiosamente Aderito, el cocinero, le preparaba, y de paso lo hacía mover para que no se le pegara la nieve a su cuerpo.
Dos aviones Beaver basados en Matienzo realizaban vuelos fotográficos y de avistajes de témpanos que habitualmente se desprenden de la gran barrera, entre otras misiones. Cuando los mecánicos y pilotos concurrían a la zona donde, para protegerlos de los fuertes vientos, se enterraban en la nieve los pequeños aviones, Simba salía tras ellos y se ubicaba en las inmediaciones presenciando los preparativos del vuelo.
Producido el despegue él se echaba sobre la nieve removida y permanecía allí mientras duraba el vuelo; los tiempos a veces eran prolongados y él se quedaba hasta el retorno de los aviones y cuando bajaba el último tripulante, se daba vuelta y volvía a la casa. Lo llamábamos varias veces, pero nunca retornó; agachaba la cabeza y daba la sensación que ya había cumplido su tarea y abandonaba la zona. Esa era su rutina, así vivió el año 1965. Al siguiente año cambiaron los hombres y continuó su forma de vida; otros cambios de hombres se sucedieron en 1967 y Simba fue perdiendo salud; la artrosis en las patas lo hacían caminar con dificultar, pero sus hábitos no cambiaban demasiado.
Se había agregado a la casa habitación una ampliación para que los integrantes dejaran los abrigos y las botas impregnadas de nieve y hielo, allí no había calefacción y a ese lugar finalmente lo terminó aceptando para pernoctar.
A principios del año 1968 trajeron de la Base Esperanza una perrita que llamaron Zulma, y lo acompañó por un tiempo. Su condición de macho se vio frustrada porque sus patas no lo sostenían, cuando su compañera se puso en celo no pudo aparearse. Las intenciones para que quedaran descendientes no se dieron; eso lo contaba Jorge, integrante ese año de la dotación, además nos relató como fue su fin. Una mañana de ese año (1968) lo encontraron muerto; nadie escuchó ningún ruido ni queja; allí quedó dormido para siempre, lo enterraron en la zona alta del nunatak, donde él eligió vivir aquella noche de noviembre de 1962.
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