Hace muchos cuantos años, un poderoso empresario decidió que era hora de retirarse de su actividad para hacer algo que siempre había anhelado: convertirse en el mejor pescador con mosca que jamás hubiera existido.
Lo conocí casualmente, en un encuentro de negocios un poco antes de que tomara tan singular decisión. De esa reunión, a la que asistí en representación de una empresa cuyo proyecto estaba condenado al fracaso de antemano (al igual que yo en esa ocasión), sólo recuerdo el mal momento pasado gracias a su fría pertinacia y asombrosa facilidad para hacernos sentir a todos, propios y ajenos, como los más inútiles e idiotas representantes de la humanidad.
Qué mala impresión me dejó, lo odié por eso.
En este nuevo capricho puso toda su energía y consumió una parte importante de la fortuna acumulada en sus años de exitoso empresario. Compró una cabaña a orillas de un remoto río en medio de la Patagonia, se nutrió de libros, equipos y accesorios; contrató a profesores y maestros de los más reconocidos y más encumbrados. Puso el mismo empeño y dedicación en aprender a pescar que para construir su imperio, quizás más. Aunque no comprendía bien el porqué de esas ganas irrefrenables de ser el mejor, tal vez porque le hacía recordar sus años jóvenes donde todo era desconocido e inexplorado y por lo tanto un desafío a su intelecto y capacidad.
Pasó el tiempo, yo ya me había olvidado tanto de él como del incidente de la reunión, probablemente por mi natural predisposición a olvidar los momentos poco gratos. Me dedicaba a mis tareas normales de hombre normal. Mas cuando podía me escapaba un rato a mi pasión de siempre: pescar con mosca y encontrarme con mis amigos recogidos en la red de la pasión por esta actividad, por la mística romántica de la Patagonia, de sus hermosos lugares y de su gente.
Volví a encontrarlo hace un par de veranos.
Pescaba yo en el río Limay cerca del paraje llamado Rincón Chico y luego de una media jornada de buena pesca, cuando había decidido tomarme un rato para descansar y disfrutar del paisaje y los sonidos del río, observé acercarse a un hombre ya mayor, rodeado de niños. Todos con sus respectivas cañas y equipos. Algo llamó mi atención en ese hombre y a pesar de que los años transcurridos habían dejado su huella en él, lo reconocí de inmediato: era él, el empresario retirado, el que me había maltratado hacía tantos años, el que se iba a convertir en el mejor de todos los pescadores con mosca.
En realidad, yo no tenía certeza de que hubiera conseguido su objetivo, pero en base a lo que recordaba de su personalidad y de su vitalidad pero fundamentalmente de su capacidad y vanidad, estaba seguro de que lo había logrado. No creía yo que fuera merecedor de semejante logro, pero la vida es así, habitualmente se empecina en no hacer lo que considero correcto.
No pude resistir el impulso de acercarme y hablarle, debía corroborar que mi convicción por su triunfo era correcta. Cuando me aproximaba, algo me hizo dudar y detenerme, algo no encajaba en mis recuerdos de ese hombre, inmediatamente me di cuenta: los niños. Nunca lo hubiera imaginado rodeado de niños y mucho menos como lo veía ahora, explicando, enseñando, riendo y disfrutando. Por un instante dudé de que fuera la misma persona, pero lo era.
Entonces me detuve y reflexioné sobre esta nueva faceta del presuntuoso hombre que yo recordaba, lo observé detenidamente durante un largo rato y nunca cambió esa predisposición contemplativa y divertida a los errores de los jóvenes, esa conducta atenta y desenvuelta. Vi y oí su preocupación por enseñarles como pescar, como devolver los peces, como mejorar y colaborar con los demás. No me animé a interrumpir la magia de esa escena y me marché.
Durante otros tres días volví al lugar y allí estaba, con los mismos u otros nuevos niños, con algún adulto también, siempre la misma actitud, siempre el mismo fervor por enseñar y por guiar. Siempre alegre y comprensivo.
Jamás le hablé.
Hoy, luego de mucho tiempo de pensar y meditar sobre el hecho sin llegar a ninguna conclusión que me hiciera comprender que era lo que hizo cambiar tan radicalmente a este hombre, finalmente entendí.
Quiso el destino poner en mi camino un poeta de la vida, un amigo de la amistad, defensor del amor por las cosas simples. Gracias al poeta comprendí lo que hizo cambiar al ex empresario. La pesca con mosca le dio lo que nunca pensó tener: la capacidad de amar la hermosura de la naturaleza, de conocer lugares donde solo el pez lo cortejaba, de regocijarse y reconocer que nada prueba más la existencia de Dios que las montañas, los ríos y los peces, de caminar en soledad y conversar consigo mismo, de revisar su pasado y sus errores y de ver la necesidad de enseñar al que pudiera, que su pasar por la vida ahora tenía un sentido distinto.
¡Por eso enseña a los niños! ¡Por eso tiene alegría! Ahora sí lo voy a buscar y le voy a hablar. Le voy a decir que lo entiendo que no hace falta que me explique, que siento lo mismo que él. Y si Uds. quieren entenderme síganme por esos ríos del sur, tomen una caña y pesquen conmigo y con mi amigo, el mejor.
Espero que esta publicación te haya gustado. Si tienes alguna duda, consulta o quieras complementar este post, no dudes en escribir en la zona de comentarios. También puedes visitar Facebook, Twitter, Google +, Linkedin, Instagram, Pinterest y Feedly donde encontrarás información complementaria a este blog. COMPARTE EN!

0 comments:
Publicar un comentario
No incluyas enlaces clicables. No escribas los comentarios en mayúsculas. Caso contrario serán borrados. Muchas gracias por la colaboración..