Acompañado por una banda de alto nivel, el carismático actor inglés mostró un auténtico talento musical en el cierre del Personal Pop Festival
Hugh Laurie entra al escenario del Luna Park–ambientado como una sala de estar inglesa de 1950- como un proper Englishman, de levita y saludo protocolar. El hombre de modales victorianos saldrá de allí como un argentino más, cantando El Choclo –sólo que en la versión inglesa que hacía Louis Armstrong ( Kiss of fire )- y con la camiseta de la selección local bajo el saco.
Sería sencillo despachar ese final como otro ejemplo de la condescendencia en la que caen casi todas las figuras que nos visitan, pero no resultaría del todo justo. No sólo porque su versión de Kiss of Fire / El Choclo suena antes que nada como un muy buen tributo al Louis Armstrong más internacional, sino porque lo que Laurie presenta en Buenos Aires es, probablemente a modo de expurgación de su famosísimo Dr. House, la cuidada puesta en escena de su propia biografía, y esa biografía ya incluye su paso por esta ciudad.
El que llega es el Laurie de la victoriana Oxford de la que se despojará poco a poco, cuando el calor del blues lo obligue a quitarse la levita y a desabrocharse el chaleco o lo habilite a compartir whisky con sus músicos y ensayar unos pasos de baile, sueltos pero discretos. El que se despide será el músico agradecido por los nuevos paisajes que descubre en la gira.
“Mírenme a mí, pero escuchen a ellos”, dice antes de largar con Mellow, down and easy (Little Walter). Laurie tiene todas las condiciones del buen cantor: afinado, suelto, personalísimo y carismático. Para mejor, no sobreactúa. Además, es un pianista dúctil que viene acompañado por una banda aceitadísima, The Copper Bottom Band –Jay Bellerose (batería), Kevin Breit (guitarras, banjo y coros), Vincent Henry (saxo soprano, alto y tenor, clarinete, y armónica) David Piltch (contrabajo), Kevin Warren (teclado y acordeón).
El grupo reúne una línea melódica de lo más sugerente y abierta con una extraordinaria fuerza rítmica. El show se equilibra entre ambas fuerzas, con momentos de dúos –en los que Laurie muestra oficio en el piano- y otros de banda completa; preciosas líneas vocales –coros, contracantos- compensados con arrasadoress riffs. Recorre algunas de las piezas ya grabadas en Let them Talk con otras que esperan un registro: entre estas últimas, el clásico St. James Infirmary , un puente entre el folclore inglés y el jazz, el spiritual Battle of Jericho , You don’t know my mind (Leadbelly), con la que Laurie abandona el piano y homenajea al autor en un sintético rasgueo.
El recorrido fue impecable y en las casi dos horas de show sólo se extrañó una mejor amplificación para el piano –los bajos sonaban abombados y los agudos, latosos- y una mejor definición en las pantallas gigantes a los costados del escenario, la única posibilidad de acercarse a los músicos en la inmensidad del Luna Park.
Hugh Laurie entra al escenario del Luna Park–ambientado como una sala de estar inglesa de 1950- como un proper Englishman, de levita y saludo protocolar. El hombre de modales victorianos saldrá de allí como un argentino más, cantando El Choclo –sólo que en la versión inglesa que hacía Louis Armstrong ( Kiss of fire )- y con la camiseta de la selección local bajo el saco.
Sería sencillo despachar ese final como otro ejemplo de la condescendencia en la que caen casi todas las figuras que nos visitan, pero no resultaría del todo justo. No sólo porque su versión de Kiss of Fire / El Choclo suena antes que nada como un muy buen tributo al Louis Armstrong más internacional, sino porque lo que Laurie presenta en Buenos Aires es, probablemente a modo de expurgación de su famosísimo Dr. House, la cuidada puesta en escena de su propia biografía, y esa biografía ya incluye su paso por esta ciudad.
El que llega es el Laurie de la victoriana Oxford de la que se despojará poco a poco, cuando el calor del blues lo obligue a quitarse la levita y a desabrocharse el chaleco o lo habilite a compartir whisky con sus músicos y ensayar unos pasos de baile, sueltos pero discretos. El que se despide será el músico agradecido por los nuevos paisajes que descubre en la gira.
El recorrido fue impecable y en las casi dos horas de show sólo se extrañó una mejor amplificación para el piano –los bajos sonaban abombados y los agudos, latosos- y una mejor definición en las pantallas gigantes a los costados del escenario, la única posibilidad de acercarse a los músicos en la inmensidad del Luna Park.
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