Un leve dejo de angustia recorre mi cuerpo cada vez que transito un camino de ripio por la noche, esa oscura noche patagónica que ni la mágica bóveda celeste pletórica de estrellas ni la luna enorme que en ocasiones acompaña, pueden mitigar.
Antigua construcción de La Tapera
Le achaco este sentimiento no deseado a mi acostumbramiento a la gran ciudad de Buenos Aires, donde la noche apenas es el día con menos gente.
Como sea, recorríamos los últimos kilómetros del camino de tierra y piedra hacia la Tapera. Habríamos querido llegar de día y tomamos los recaudos necesarios como para que ello ocurriera pero la aduana argentina, el viento patagónico y los caminos en pésimo estado y mal señalizados provocaron que nos encontramos todavía en viaje hacia nuestro destino.
Llegamos y era mi segunda vez.
Todo estaba igual pese a que ya habían pasado cinco años de la última visita. Varias calles asfaltadas contrastan con el camino de llegada y el joven puente sobre un río seco hace suponer que hay modernidad pero no es así. Una única escuela, grande, quizás demasiado para los pocos niños que viven en el pueblo. Los chicos sentados en los bancos de la plaza frente a la escuela resguardándose entre ellos del fresco de la noche y utilizando la wifi gratis que por otra parte es el único medio de comunicación moderno para toda la Tapera. Nada había cambiado.
Paramos otra vez en lo de Anibal y Virma, grandes anfitriones, gente sencilla como todos los que conocí en mi visita anterior. Mientras cenábamos conversamos con varias personas del pueblo que estaban comiendo allí ya que Virma, entre muchas otras tareas, brinda un servicio de comedor.
La casa de Virma y Anibal alquila cuartos y da de comer
Varias veces he conversado en Buenos Aires con gente que salió de algún pueblo y en todos los casos hablan con cariño de su origen, sin embargo cuando estaban allí no veían la hora de irse, como que el pueblo los avergonzara. Aquí pasa algo parecido, sin darse cuenta muchos habitantes denigran su condición y ansían irse. Sin embargo no comprenden lo que tienen hasta que lo pierden.
En un pueblo uno sabe que es de la vida de cada uno de sus vecinos, conoce la gente y las costumbres, sabe que ropa se pondrá el domingo la panadera para ir a misa o que cantidad de leña va a necesitar para pasar el próximo invierno. La ciudad en cambio siempre es caos, lo que ayer existía hoy se tira abajo para construir otra cosa, el vecino que se mudó hace poco ya se fue en busca de otro departamento más barato o más cerca del colegio de los chicos. Con el tiempo los pueblerinos se dan cuenta que ser de un pueblo es un regalo de Dios, entienden que las cosas simples permanecen mientras que en la ciudad, por eso del modernismo y de la búsqueda implacable del progreso, se destruye y se vuelve a rehacer mil veces. Nada es previsible ni mensurable.
Si, el pueblerino establecido en la ciudad ama cada vez más sus orígenes, pero las luces de las ciudades son irresistibles y pese al cambio constante y a la traición implacable del bienestar por venir, decide quedarse y añorar.
De todas maneras no tomen esto como una descripción concluyente y definitiva, leí alguna vez que la descripción que uno hace, por ejemplo y en este caso de la gente de un pueblo, no es la realidad sino la huella que dejó en mi alma tras la permanencia en el lugar.
Nota: La Tapera es un pequeño pueblo de no más de 500 habitantes, prácticamente solo un asentamiento rural, de la XI Región llamada Aysén que pertenece a la comuna de Lago Verde en la provincia de Coyhaique, Chile.
Espero que esta publicación te haya gustado. Si tienes alguna duda, consulta o quieras complementar este post, no dudes en escribir en la zona de comentarios. También puedes visitar Facebook, Twitter, Google +, Linkedin, Instagram, Pinterest y Feedly donde encontrarás información complementaria a este blog. COMPARTE EN!
0 comments:
Publicar un comentario
No incluyas enlaces clicables. No escribas los comentarios en mayúsculas. Caso contrario serán borrados. Muchas gracias por la colaboración..