Dentro de la concepción insurreccionalista, la renuncia a cualquier proyección estratégica y la comprensión de la guerra social como un ajuste de cuentas estrictamente privado, otorgaban a la acción un valor intrínseco. Ahora bien, la acción insurreccionalista se desdoblaba en dos modalidades, perfectamente diferenciadas por varios autores del gremio, aunque las nombraran de diversas maneras. Las definiremos aquí como «ataque difuso» y «radicalización de las luchas». Ambas actuaban como sucedáneos de la perspectiva estratégica a la que el insurreccionalismo había renunciado voluntariamente. El ataque difuso venía a ser una práctica del sabotaje desligada de cualquier conflicto o reivindicación concretos. Al alcanzar a todos los aspectos de la vida, la dominación ofrecía múltiples flancos, en cualquiera de los cuales podía ser golpeada.
La «radicalización de las luchas» tenía ya otras connotaciones. Aquí el insurreccionalismo revelaba un trasfondo que solo podemos calificar de vanguardista. Para explicarlo nos vamos a permitir citar algunos textos, que hemos elegido como significativos dentro del ámbito del pensamiento insurreccionalista:
«Todo objetivo específico de lucha reúne en sí, pronta a estallar, la violencia de todas las relaciones sociales. La trivialidad de sus causas inmediatas, se sabe, es el ticket de entrada a [sic] las revueltas en la historia.
»¿Qué podría hacer un grupo de compañeros frente a situaciones similares? (…)
»[...] está bastante claro que la interrupción de la actividad social se mantiene como un punto decisivo. Hacia esta parálisis de la normalidad debe dirigirse la acción subversiva, cualquiera sea la causa de un choque insurreccional. [...] La práctica revolucionaria estará siempre por encima [de] la gente. [...] son los libertarios quienes pueden, a través de sus métodos (la autonomía individual, la acción directa, la conflictividad permanente), impulsarlos [a los explotados] a ir más allá del modelo de la reivindicación, a negar todas las identidades sociales [...],
»Por el momento no se puede llamar precisamente “remarcable” a la capacidad de los subversivos de lanzar luchas sociales [...]. Queda la otra hipótesis [...], la de una intervención autónoma en luchas -o en revueltas más o menos extendidas- que nacen espontáneamente. [...] Si se piensa que cuando los desocupados hablan de derecho al trabajo se debe actuar en esa línea [...] entonces el único lugar de la acción parece ser la calle poblada de manifestantes.» (Ai ferri corti)[9]
«Abrir un abanico de posibilidades concretas hacia la destrucción del poder significa vincular la tensión de la insurgencia individual a todos aquellos momentos que en lo social mismo, más allá del operar anarquista, toman valor de expresiones de la autodeterminación ó de ruptura con el orden impuesto. Tal vínculo, pero, excluye toda instrumentalización, todo vanguardismo. Los anarquistas do tienen nada que enseñar sobre la revuelta contra el orden constituido. Asi que el vinculo que se da entre la tensión anarquista y las fuerzas sociales rebeldes se materializa como estimulo a la radicalidad de la lucha y de la rebelión, acentuando unos elementos de la autodeterminación «prospectando otros.» (Constantino Cavalleri)[10]
»[...] habrá que construir grupos de afinidad, constituidos por un número no muy grande de compañeros [...].
»Los grupos de afinidad pueden a su vez contribuir a la constitución de núcleos de base. El objetivo de estas estructuras es la de sustituir, en el ámbito de las luchas intermedias, a las viejas organizaciones sindicales de resistencia [...].
»Cada núcleo de base está constituido casi siempre por la acción propulsiva de los anarquistas insurreccionalistas, pero no está constituido sólo por anarquistas. En su gestión asamblearia los anarquistas deben desarrollar al máximo su función propulsiva contra los objetivos del enemigo de clase.
»[...]
»El campo de acción de los grupos de afinidad y de los núcleos de base está constituido por las luchas de masas.
»Estas luchas son casi siempre luchas intermedias, las cuales no tienen un carácter directamente e inmediatamente destructivo, sino que se proponen a menudo como simples reivindicaciones, teniendo el objetivo de recuperar más fuerza para desarrollar mejor la lucha hacia otros objetivos.» (Alfredo Bonanno) [11]
Todos estos enunciados -y muchos otros que podrían citarse- comparten un rasgo común: el desprecio absoluto hacia la autonomía de las luchas sociales y los intereses y necesidades inmediatas de la gente que las impulsa, así como la voluntad claramente parasitaria de utilizar esas luchas como platalorma de la propia ideología. Y es que, tal como se expresa con todo cinismo en Ai ferri corti, «no se puede llamar precisamente “remarcable” a la capacidad de los subversivos de lanzar luchas sociales». Por tanto habrá que lanzarse sobre aquellas que puedan surgir «espontáneamente» fuera de los reducidos ámbitos subversivos. Por no extendernos más, dejamos al lector la tarea de desarrollar las implicaciones de estos posicionamientos.
Bloqueado entre el «ataque difuso» y la «radicalización de las luchas», el insurreccionalismo no contemplaba la vía que hubiera resultado de mayor interés: la de una práctica del sabotaje guiada por consideraciones estratégicas planteadas sobre intereses colectivos, no condicionada necesariamente por la existencia previa de movimientos sociales, pero en todo caso atenta a su surgimiento y respetuosa con ellos y sus circunstancias.
Hemos repasado brevemente las respuestas que daba el insurreccionalismo a las cuestiones de la práctica revolucionaria y del sujeto que habría de llevarla adelante. No podemos cerrar este breve resumen -que no puede agotar el tema- sin abordar su visión sobre otro problema clave: el de la organización. En primer lugar, porque las ideas insurreccionalistas sobre este punto constituían tal vez el aspecto de mayor interés y originalidad de esta corriente. En segundo lugar porque, en el caso ibérico, la crítica insurreccionalista hacia las formas de organización tradicionales y sus propuestas positivas en este terreno causaron la mayor impresión sobre nuestra generación de militantes. Fueron, de hecho, lo que más favoreció en aquel momento la difusión de este discurso.
La propuesta organizativa del insurreccionalismo giraba en torno a la llamada «organización informal». Según sus planteamientos teóricos, la organización informal no aspiraba a perdurar en el tiempo ni a conquistar ninguna clase de hegemonía. Por ello, podía prescindir de siglas y de toda la parafernalia proselitista habitual. La organización informal estaba -por emplear una expresión hoy de moda- «en construcción permanente». Nacía de las relaciones de afinidad, confianza y conocimiento mutuo entre compañeros. Tomaba cuerpo en torno a tareas y proyectos puntuales, momentos de acuerdo o situaciones concretas de conflicto. En ella, la comunicación y el acuerdo debían darse de manera fluida y no mediante congresos, delegaciones, reuniones periódicas, etc. La idea motriz era reservar íntegramente la autonomía de cada grupo e individuo, que no debía ser sacrificada en aras de su unificación bajo lo que Bonanno llamaba «organización de síntesis».
Con todo lo que esto tiene de discutible, nos gustaría destacar una serie de implicaciones positivas que contenía este planteamiento. En primer lugar, desacralizaba de un golpe las formas organizativas. No solo las formas organizativas concretas del anarquismo ibérico, sino las formas organizativas en sendo genérico, abstracto. Permitía volver a pensar la organización como un medio, no como un fin en sí misma. Como algo, por tanto, que podía y debía evolucionar -y llegado el caso, desaparecer- al compás de las transformaciones históricas y las condiciones de la lucha. Volvía a poner los aspectos cualitativos por encima de los cuantitativos. Por todo ello, desbloqueaba el problema de la organización y lo abordaba con una flexibilidad que dentro del anarquismo ibérico se había extinguido por completo. Se abrían así las puertas para una experimentación creativa con las formas de organización.
En segundo lugar, dentro de la organización informal no había lugar para el militantismo. Por decirlo de otro modo: no había lugar para la alienación con respecto a la propia militancia. La organización informal no sometía al militante a la presión de unos ritmos decididos en instancias de coordinación superiores; no le hacía sentirse como un gusano que tenía que estar a la altura de la «grandeza» de la organización y de su historia mitificada; permitía volver a cuestionarlo todo en cualquier momento. La organización informal impedía, en resumen, la aparición de un fetichismo de la organización.
Por último, el planteamiento de la organización informal afectaba de lleno a una cuestión que en nuestros medios se había obviado por completo, como era la calidad de las relaciones humanas establecidas en el seno de la organización. Ya no era la posesión de un carnet o el sometimiento a unos «principios, tácticas y finalidades» lo que nos convertía en «compañeros» de personas en realidad desconocidas. Para la organización informal, la relación de solidaridad, de compañerismo, venía determinada por el conocimiento recíproco, directo, por la discusión y la colaboración práctica. Era por tanto una relación concreta, y no abstracta como lo había sido hasta entonces en muchos casos.
Se trata, como hemos dicho, de implicaciones positivas que estaban contenidas, en potencia, dentro del concepto de organización informal. Por lo general, no eran desarrolladas por los textos insurreccionalistas, y se tradujeron más bien en las experiencias de aquellos que intentaron plasmar en la práctica las formulaciones -a menudo muy vagas- de la organización informal.
3. La deriva ibérica de las ideas insurreccionalistas
En el momento de su salto a la península Ibérica, el insurreccionalismo venía a ser una nebulosa de posiciones, maduradas colectivamente entre Italia y Grecia, en torno a las cuales había un cierto consenso de los compañeros de este ámbito. En Italia, ese discurso se había desarrollado gradualmente desde la década de los setenta, dentro de la trayectoria de lucha de un sector del anarquismo italiano que acumulaba la experiencia de varias generaciones de compañeros. Sin ser ninguna cumbre del pensamiento revolucionario, lo cierto es que para los italianos el insurreccionalismo tenía una riqueza de matices que aquí estuvimos muy lejos de apreciar. Y ello porque nacía como formulación teórica de una experiencia previa que brindaba ciertos puntos de referencia, ciertos sobreentendidos, de los que aquí se carecía. Los italianos tenían claro que esas ideas formaban parte de un proceso abierto, en curso, y por tanto estaban sujetas a debate y evolución. Sin embargo en España, desde el primer momento, esas ideas fueron asumidas en bloque como un corpus doctrinal cerrado al cual solo le restaba ser puesto en práctica: una ideología más. Este tipo de recepción, que tuvo consecuencias muy negativas, venía determinada por dos factores.
El primero de ellos fue coyuntural: el insurreccionalismo no se filtró de manera gradual a través de un proceso de debate, sino que «irrumpió» en medio de la agria polémica derivada de los hechos de Córdoba, en la cual apenas hubo lugar para matices o equidistancias. El segundo factor era estructural: el dogmatismo inherente al movimiento libertario español, ya fuera en su variante tradicionalista o en la juvenil. Toda idea novedosa era vista con desconfianza. No existía la más mínima conciencia de la necesidad y el valor de la teoría, lo cual no es de extrañar dadas las tradiciones antiintelectuales del anarquismo ibérico. Rigidez dogmática e indigencia teórica caminaban de la mano, y eran causa y efecto de la ausencia de una tradición de debate crítico, que no encontraba espacios para desarrollarse. Lo primero que aprendía cualquier militante era a considerar el «movimiento» o la «organización» como algo inmutable, eterno, incuestionable hasta en sus aspectos secundarios. Esta falta de flexibilidad del anarquismo ibérico, su incapacidad para integrar nuevos enfoques, determinó también en parte la violencia de la ruptura.
Esta impronta la arrastrábamos todos en mayor o menor medida, y por tanto no es de extrañar que el insurreccionalismo quedara reducido de manera inmediata a una especie de caricatura de sí mismo, útil para levantar de la noche a la mañana una identidad colectiva que se fue haciendo cada vez más autorreferencial. La forma que tuvimos de acogerlo es un indicador de las limitaciones del anarquismo ibérico en aquellas fechas, limitaciones de las que nosotros éramos lógicamente portadores y repetidores. Entre tanta confusión, no servían precisamente de ayuda las pésimas traducciones de los textos italianos (algunos de los cuales eran farragosos ya de por sí), ni el hecho de que nos llegaran con el orden cronológico completamente alterado, dificultando aún más la comprensión de las experiencias de lucha de las cuales procedían.
Para iniciar la crítica del insurreccionalismo ibérico nos servirá una de las pocas aportaciones locales destacables que se produjeron. Se trata del texto 31 tesis insurreccionalistas. Cuestiones de organización, firmado por el Colectivo Nada y publicado a comienzos de 2001. Este texto tuvo su papel en la extensión de la epidemia de rabia hacia los militantes desencantados del anarquismo oficial. Lo que queremos abordar ahora no es tanto lo que se decía en él, como aquello que se obviaba. Y lo que se obviaba era la represión: la lógica y previsible respuesta del Estado a la puesta en práctica de todo lo que el texto defendía en términos abstractos. Lo que cabía esperar del Estado una vez que se pasara al «ataque» y el «enfrentamiento continuado» era ventilado de manera ritual en un párrafo de cuatro líneas, dentro de un texto de dieciocho páginas:
«La organización informal tiene la necesidad de dotarse de medios materiales para combatir la represión. La solidaridad con los [represaliados] ha de ser una constante prioritaria puesto que es la única defensa del revolucionario. La solidaridad con los compañeros represaliados no puede quedarse en una pose o una actividad circunstancial» (tesis número XX).
Y eso era todo. Este olvido, o mejor dicho, esta ingenuidad aterradora en un momento en que ya se habían recibido severos golpes, no fue una falta particular de los autores de las 31 tesis. Estaba más bien generalizada, y el que se reflejara en ese texto era puramente sintomático del grado de inconsciencia colectiva: se partía sin ninguna consideración previa del hipotético alcance de la represión, una vez que determinadas ideas fueran llevadas a la práctica. De ahí se derivaron innumerables imprudencias, faltas continuas de seguridad y discreción, acciones chapuceras y temerarias. Si los italianos tuvieron su «montaje Marini», con el cual se intentó acabar con ellos de un solo golpe ejemplar, aquí hubo una cadena de golpes represivos que detallaremos más adelante. La historia de la epidemia de rabia puede verse, de hecho, como una secuencia de caídas de compañeros, cada una de las cuales jalona una etapa. La represión, con la que apenas se contaba, terminó convirtiéndose en factor determinante de todo el proceso.
Las 31 tesis no eran en realidad más que un castillo en el aire, por cuanto lo fiaban todo a la aparición de unos hipotéticos «movimientos sociales autónomos» sumamente radicales que no llegamos a ver en parte alguna (excepto quizá en las prisiones). Pero por lo menos las 31 tesis expresaban sus aspiraciones en términos de lucha colectiva, algo que con el tiempo se fue haciendo cada vez menos frecuente.
Y es que tras los momentos de entusiasmo inicial, comenzó a hacerse patente que la extensión de la lucha no iba a producirse con tanta facilidad como se había esperado. Una cierta frustración se extendió cuando, tras el climax de Génova y la ejecución televisada de Carlo Giuliani, decayó el turismo antiglobalizador y sus elementos más moderados lograron contener a los bloques negros. El espectáculo de la revuelta ya no daba más de sí. El final del ciclo de luchas carcelarias de 1999-2002 también contribuyó poderosamente a este sentimiento. Entonces se empezó a echar mano del «individuo en lucha», el «rebelde social» que como figura retórica había estado agazapado desde el primer momento, y que empezó ahora a levantar cabeza, cobrando un protagonismo creciente por encima de los sujetos colectivos adormecidos.
No sabemos en Italia, pero en el caso español el «rebelde» del ideal insurreccionalista era un héroe trágico. Su heroísmo residía en el esfuerzo continuado por liberarse de cualquier adherencia sistémica. Su tragedia derivaba de las consecuencias prácticas y directas de semejante compromiso, y de una relación de fuerzas tan dispar que no dejaba lugar a esperanza alguna. El «sistema» era una sombra que golpear, el pretexto que ponía en marcha la personal odisea del individuo en lucha. De ahí que tantos escritos nacidos de esta corriente, hasta hoy mismo, estén plagados de imperativas exhortaciones a la acción, a la ruptura violenta de las rutinas cotidianas, a la «coherencia», a la autosuperación para escapar del rebaño, a vencer el miedo, etcétera.
Este «individuo en lucha», carente de orientación estratégica y de puntos de referencia colectivos, estaba obligado a buscar las motivaciones de su rebelión en su propio interior. Así se inició un significativo deslizamiento existencialista, claramente apreciable en muchos textos y panfletos, y en particular en los de aquellos que siguieron la estela de la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias. La rabiosa retórica habitual de textos, comunicados y panfletos comenzó a llenarse de una lírica subjetivista de la peor especie. Se citaba indiscriminadamente, y casi siempre de segunda mano, a cualquier autor con aureola de maldito. Pero se recurría sobre todo a lo peor de la Internacional Situacionista, esto es, al misticismo hedonista de Vaneigem. El libro (¿?) Afilando nuestras vidas, editado por la FIJL en 2003 resulta un buen testimonio de este estado de confusión mental colectivo, yuxtaposición de muchas confusiones individuales. El siguiente paso lógico era la apología del nihilismo, de la irracionalidad y hasta del suicidio, expresada por publicaciones cada vez más ilegibles y autorreferenciales.
Por otra parte, aunque en los textos más elaborados del insurreccionalismo se había puesto buen cuidado en matizar que «acción» no significaba necesariamente acción violenta o ilegal, lo cierto es que su apología de la acción en sí y para sí condujo directamente a un fetichismo de la violencia que valoraba la acción ilegal por encima de cualquier otra. Este fetichismo se hacía claramente visible en las ilustraciones de los diversos boletines, plagadas de molotovs y de armas de fuego. Fetichismo tanto más triste por cuanto el nivel de violencia realmente ejercido nunca estuvo a la altura de los llamamientos retóricos a una violencia cataclísmica, desaforada, total, que haría tabla rasa con todo y no dejaría títere con cabeza. [12]
Así, cuando se empezó a practicar de manera sistemática el «ataque difuso», se creía sinceramente que estas acciones se explicaban por sí mismas y tenderían a extenderse cada vez más. La masa anónima estaba en realidad llena de saboteadores potenciales, hartos de la alienación cotidiana, que seguirían el ejemplo y lo llevarían cada vez más lejos. Nada de esto ocurrió, y el «ataque difuso» fue degenerando progresivamente en simple manifestación de rabia en el mejor de los casos, vandalismo desorientado, rito de identificación grupal o pasatiempo beodo en el peor. La cantidad de destrozos, eso sí, fue ingente, de lo cual dan fe las numerosas «cronologías» de acciones que se publicaban en boletines diversos, hasta que alguien cayó en la cuenta de que la policía también las leía con interés. En cuanto a la inserción en luchas sociales reales de militantes fuertemente ideologizados bajo la influencia insurreccionalista, fue problemática y en ocasiones hasta negativa. En ello influía el desprecio de estos militantes hacia cualquier clase de reivindicación parcial, así como el vanguardismo intrínseco a la ideología insurreccionalista, que ya abordamos más arriba. La principal excepción a esta norma fueron las luchas carcelarias iniciadas en 1999, de las cuales hablaremos más adelante.
Dentro de esta pésima adaptación española del discurso insurreccionalista, la noción de «organización informal» se vio en algún momento reemplazada por la de «informalidad organizativa», que invertía significativamente los términos trocando sustantivo y adjetivo. El acento pasaba de estar en la organización a estar en la informalidad, con las consecuencias que es fácil imaginar. Hablar de organización se fue haciendo cada vez más difícil. Creemos que influyó en ello el condicionamiento de tantos militantes que habían crecido oyendo nombrar a la CNT no como una organización, sino como La Organización. Las palabras son importantes y, después de la ruptura, en muchos ámbitos el asco hacia los ritos y los mitos del anarquismo oficial se hizo extensivo a la noción misma de organización. Y junto con esa noción se fueron devaluando otras que la acompañan como las de comunicación, abnegación, compromiso, responsabilidad, esfuerzo y trabajo en pos de los objetivos libremente elegidos. En ello tuvo también su papel la deriva existencialista que ya hemos mencionado, y más concretamente el discurso del «placer» -enésimo refrito de Vaneigem- según el cual las cosas se hacían por gusto, o no se hacían: en eso llegó a derivar la crítica de la alienación de la militancia. Los discursos antiorganizativos, en fin, hicieron mella en unas redes ya maltrechas, acelerando la atomización y el aislamiento.
La «informalidad», por lo demás, se hacía extensiva a la vida cotidiana. Queriendo huir de la explotación laboral, y más genéricamente del «rebaño» apacentado por el sistema, se caía en formas de vida extremadamente precarias y tribales, de las cuales se hacía luego la correspondiente apología. Así se pasaba de la crítica de la precariedad a la exaltación del precarismo. Todo ello solía venir acompañado de la correspondiente parafernalia estética, con lo cual la «informalidad» iba tomando claramente la forma de círculos cerrados cada vez más aislados y estrechos.
En general, cada enunciado del insurreccionalismo tuvo una traducción grotesca en suelo ibérico, o al menos esa es la percepción colectiva que ha quedado. Muchos compañeros definen este fenómeno con una curiosa expresión: «la informalidad mal entendida». Esta expresión ha hecho fortuna sin que se haya reflexionado acerca de ella. Presupone ante todo que existía una «informalidad bien entendida», que no obstante nunca es definida con precisión por nadie, y mucho menos puesta en práctica y socializada de inmediato, cuando han sobrado años para ello. Y es que no hay «informalidad» que valga, ni bien ni mal entendida: esta noción se acuñó para huir de aquella otra de «organización». Por otra parte, si las cosas fueron «mal entendidas», se deduce que el problema estuvo en nosotros y nuestras circunstancias, y no en los planteamientos insurreccionalistas tal como nos llegaron de Italia, los cuales ni siquiera a fecha de hoy serían criticables. Nosotros afirmamos, por el contrario, que una buena parte de los tropiezos posteriores estaban inscritos en la debilidad de esos planteamientos teóricos: en su incapacidad para el análisis de la realidad en que nos movíamos, cuando no en el desprecio de la misma; en su raíz individualista; en su vanguardismo mal disimulado; en su deliberada vaguedad; en su falta de articulación y de rigor. Que en el contexto italiano -por lo demás tan idealizado- estas ideas dieran más de sí, se debe precisamente a eso: al contexto. Un contexto más rico, más amplio, con continuidades generacionales que aquí han faltado, con una mayor sedimentación de luchas, de experiencias, etcétera. Esas ideas no valían demasiado en abstracto, en «estado puro», y fue precisamente así como las recibimos, completamente disociadas de las experiencias que les habían dado sentido.
Ahora bien, no dejaremos que todo quede sepultado bajo un manto de negatividad. Las ideas insurreccionalistas jugaron un papel positivo, y nunca nos cansaremos de decirlo. No se equivocaban los que entonces las abrazaron y difundieron: rompieron muchos bloqueos que nos asfixiaban, y pusieron un hierro al rojo sobre el adormilado anarquismo oficial. Lo erróneo sería persistir hoy en posiciones que han sido agotadas en la práctica, que no dan más de sí. Y, con todo, el insurreccionalismo enunciaba ciertas verdades que hoy nos parecen avances sin vuelta atrás. Avances que no son suficientes por sí solos, pero sí necesarios para ir construyendo otras cosas. Entre éstos, ya hemos mencionado la comprensión dinámica de la organización y el rechazo de la alienación militantista. Quisiéramos añadir ahora la idea de que en las condiciones actuales una práctica anticapitalista y subversiva no puede quedar anclada en la espera de las «masas», de la adhesión de sectores amplios de población, ni fiar a ésta todas sus perspectivas de futuro.
[Notas]:
9. Ai ferri corti/Etziok bueltarik. Romper con esta realidad, sus defensores y sus falsos críticos, Muturreko Burutazioak, 2001, págs. 42-46.
10. El anarquismo en la sociedad postindustrial: insurreccionalismo. informalidad, proyectualidad anarquista al principio del 2000, Llavors d’Anarquia, 2002, pág. 21.
11. «Nueva “vuelta de tuerca” del capitalismo», incluido en el citado No podréis pararnos, págs. 33-35.
12. Como no queremos plagar el texto de comillas, haremos la obligatoria aclaración ritual: aquí empleamos el término «violencia» sin ninguna intencionalidad moralizante ni condena implícita hacia quien decide llevar la lucha fuera de los márgenes legales. E igual que no condenamos a priori el empleo de la fuerza sobre personas o cosas en el contexto de la guerra social, tampoco lo exaltamos como si contuviera alguna virtud inmanente que pudiera desligarse de cada situación concreta. (N. de los A.)
fuente: Nodo50
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