"En general, cada enunciado del insurreccionalismo tuvo una traducción grotesca en suelo ibérico, o al menos esa es la percepción colectiva que ha quedado. Muchos compañeros definen este fenómeno con una curiosa expresión: «la informalidad mal entendida». [...] Y, con todo, el insurreccionalismo enunciaba ciertas verdades que hoy nos parecen avances sin vuelta atrás. [...] Entre éstos, ya hemos mencionado la comprensión dinámica de la organización y el rechazo de la alienación militantista. Quisiéramos añadir ahora la idea de que en las condiciones actuales una práctica anticapitalista y subversiva no puede quedar anclada en la espera de las «masas», de la adhesión de sectores amplios de población, ni fiar a ésta todas sus perspectivas de futuro".
Que nos quiten lo bailao (presentación).
Créame usted que tal como operamos nosotros, al margen de la ley, todo lo que no sea la más estricta honradez podría traernos fatales consecuencias.
Jack London, Asesinatos S.L.
Desde hace tiempo, algunos compañeros sentimos la necesidad de hacer balance de la experiencia acumulada en el Estado español por sectores de militantes anarquistas, comunistas y autónomos, que durante un cierto tiempo confluyeron en torno a una cierta idea «insurreccional». Esta necesidad nace de dos circunstancias. La primera de ellas es la evidencia de que se ha cerrado una etapa. No estamos en el mismo punto que hace diez años -ni siquiera cinco-, y queremos sacar las conclusiones pertinentes para afrontar mejor batallas que no están en un futuro brumoso, sino que ya se nos están echando encima. Para ello es imprescindible abrir un debate, o al menos provocar una reflexión.
La segunda circunstancia que nos empuja a escribir es el absoluto desconocimiento de los hechos de los últimos diez años por parte de las nuevas generaciones de compañeros. Sobre este desconocimiento hay que decir que se debe en gran parte al grado de incomunicación internáutica que se ha impuesto entre nosotros, sustituyendo casi por completo al contacto y conocimiento directos. Pero da también la medida de nuestro fracaso en levantar referentes con los que estos compañeros pudieran sentirse identificados: proyectos de lucha y polos de agregación que hubieran dado continuidad y profundidad a un esfuerzo combativo que no fue pequeño.
Ese fracaso es el de lo que durante un tiempo se dio en llamar «organización informal», y con la perspectiva que dan los años nos damos cuenta de que era un fracaso inscrito en los mismos presupuestos de los que partíamos. A pesar de ello, no lamentamos nada, no creemos haber perdido el tiempo ni que lo hayan perdido nuestros compañeros. Hoy es muy fácil contemplar un montón de cenizas y decir que «todo fue un error», que al personal simplemente «se le fue la olla». Esta falsa crítica olvida, por interés o por ignorancia, los condicionantes que operaban entonces. Nos devuelve al punto de partida -a las plomizas ilusiones del anarquismo oficial o a la alegre inconsciencia del antagonismo juvenil-, y por lo tanto prepara el terreno para que todo vuelva a repetirse en un plazo indeterminado, dentro de ese «tiempo cíclico» tan característico de los entornos políticos puestos al abrigo de la historia.
Mucho más difícil, e incómodo para todo el mundo, es ensayar un análisis dialéctico de lo ocurrido. Las condiciones de las que partíamos no dejaban otra salida que la que afortunadamente se produjo. La epidemia de rabia no fue otra moda estética/ideológica del gueto: todas las hipótesis que se formularon por entonces fueron puestas a prueba hasta las últimas consecuencias. Aunque los resultados fueran a menudo desastrosos, ahí se funda una experiencia colectiva digna de tal nombre, y por eso mismo es posible la autocrítica.
En cuanto a resultados positivos, están lejos del maximalismo que llegó a enajenarnos en tantas ocasiones, pero están ahí. Estos años han permitido superar definitivamente dos décadas de inercia y parálisis del movimiento libertario de las que fuimos involuntarios herederos. Pero sobre todo han servido para volver a poner sobre la mesa cuestiones centrales como la revolución o la organización; y no como inertes certezas ideológicas, sino como problemas vivos, complejos, dinámicos. Estos resultados, quizá pequeños en lo inmediato pero cualitativamente importantes por las posibilidades que abren, han tenido también un coste trágico que han pagado aquellos compañeros que fueron y son blanco de la represión. A ellos dedicamos estas páginas.
Hemos de señalar que este escrito no pretende zanjar nada, sino hacer una contribución ajustada a lo que hemos visto, vivido y pensado en todo este tiempo. Más que hablar ex cathedra o ir con «nuestra opinión» por delante, lo que nos parecía prioritario era reconstruir esta historia lo mejor posible, intentar una visión panorámica. Y eso no puede hacerse simplemente a golpe de cronología ni desempolvando batallitas: es necesario juzgar qué hechos fueron más importantes y qué otros lo fueron menos, y aventurar hipótesis explicativas de por qué ciertas cosas han sucedido así y no de otra manera. En este proceso el texto adquiere, como es evidente, n sesgo subjetivo del que no nos avergonzamos: para dar una visión objetiva de las cosas ya están el telediario y la prensa diaria.
Por lo demás era imposible hacer este trabajo sin llegar a ninguna conclusión, y alguna que otra hemos sacado, aunque nunca faltará quien nos las discuta. Así sea.
I. Érase una vez…
En el paso de 1996 a 1997 el conjunto de los movimientos juveniles, antagonistas, anticapitalistas… de la península Ibérica se hallaban en el umbral de una transformación, producto de las condiciones externas tanto como de su propia maduración a lo largo de una década. Esa transformación, que fue general, adquirió en el caso del anarquismo la forma de una ruptura violenta. Esta primera parte se refiere al modo en que se gestó esa ruptura, que se dio en dos líneas: con el anarquismo oficial y sus tradiciones, y con las posiciones cada vez más abiertamente integradoras que se desarrollaban en el seno del antagonismo juvenil. En ese terreno de crítica se encontrarán compañeros con posiciones diversas -autónomos, anarquistas o marxistas «heterodoxos»- que dejarán de lado las diferencias doctrinales heredadas para buscar en común una práctica revolucionaria efectiva. Las ideas insurreccionalistas serán el punto de cita y el común denominador de ese momento de extraños reagrupamientos.
1. El anarquismo oficial.
Desde el comienzo de la década de los noventa son patentes los efectos de la reestructuración capitalista en España. En ese contexto la esclerosis del anarquismo oficial -el Movimiento Libertario que se había adjudicado sin más las mayúsculas- empieza a ser cada vez más evidente. Al término de la dictadura se había querido recrear la CNT histórica, en condiciones tales que condujeron en un breve plazo a la ruptura en dos facciones. Todo esto es historia vieja y sabida por todos, pero quizá no se ha observado que la polémica entre esas dos facciones -resumible grosso modo en la disyuntiva «elecciones sindicales sí o no»- bloqueó durante dos largas décadas el debate militante dentro del anarquismo. Inmerso en ese monólogo autista, el sector del «no», que logró quedarse con las históricas siglas de la CNT, atravesó la reestructuración del capitalismo español en una posición de aislamiento y marginalidad crecientes. Nos referimos a esta facción como «anarquismo oficial», por cuanto la otra (hoy CGT) fue diluyendo voluntariamente sus referentes anarquistas hasta conformarse con un pálido halo «libertario» que no afectara a su imagen de respetabilidad.
En los veinte años de los que hablamos, el anarquismo oficial fue perfectamente incapaz de elaborar un solo concepto que diera cuenta de los cambios históricos que se estaban viviendo, o de introducir una sola novedad organizativa que le permitiera hacer frente a los transformaciones del terreno social y laboral. Eternamente a la defensiva, se enquistó en la reafirmación de los «principios», de la ideología, de un pasado mitificado y de una fórmula organizativa no menos mitificada que data exactamente del año 1918. Junto a todo ello, una asfixiante atmósfera burocrática, una maraña de fotocopias, sellos, comités, plenos y plenarias para una minúscula organización que en 1996 no superaba los tres mil afiliados. [1]
A las organizaciones del anarquismo oficial llegaban a comienzos y mediados de los noventa jóvenes militantes deslumbrados por su «glorioso» pasado; por su aureola de combatividad más estética que real: y por un discurso que por entonces era, sin exageración, el más extremista de todo el panorama. La CNT no ponía a esta afiliación juvenil de aluvión el más mínimo filtro, lo cual no era de extrañar dada su escasez de militantes y la fijación por las cifras de afiliación que la dominaba. La Federación Ibérica de Juventudes Libertarias (FIJL) no servía como «escuela» previa para estos militantes, sino que se daba con bastante frecuencia y desde el momento del ingreso la doble militancia en ella y en la CNT. En esta última, los jóvenes solían terminar arrumbados en inoperantes «secciones de estudiantes».
Una vez en el sindicato, estos jóvenes percibían un notable desfase entre la radicalidad del discurso y la inexistencia de la práctica; entre el obrerismo «años veinte» y la falta de presencia en las empresas; entre las cifras de afiliación pregonadas y las reales; entre la visión del mundo y la realidad del mismo… Entre el «esplendor» del pasado mítico y la miseria del presente, en definitiva. También encontraban, con demasiada frecuencia, el desprecio y la condescendencia de militantes mayores y más experimentados.
Esta militancia juvenil, en fin, sirvió no pocas veces de carne de cañón en las luchas burocráticas internas del anarquismo oficial, sin ser cabalmente consciente de las manipulaciones a las que era sometida. En ella hubo sin duda mucha inmadurez e inexperiencia, como no podía ser de otro modo. También hay que decir que nadie se molestó en enseñarle nada, más allá de los cuatro imprescindibles dogmas. En general, se dejó contaminar por los peores vicios de la organización, desde el sectarismo extremo hasta la manía burocrática, pasando por la pereza intelectual. Pero también poseía una voluntad sincera de superar aquella penosa situación aunque no supiera bien cómo. Esa entrega, que fue bien real y sostenida durante años por parte de muchos, tenía que chocar -y chocó- con el inmovilismo de la organización, y ello porque iba acompañada de deseos de cambio, aunque cada cual conceptuara el cambio a su manera.
Para mediados de los noventa, la parálisis teórica y práctica del anarquismo oficial había generado un ambiente interno más que enrarecido. En tales situaciones de estancamiento florecen inevitablemente los conflictos internos. En la CNT hubo muchos, pero el más sonado fue el de la «desfederación» -eufemismo de expulsión- de una parte importante, si no mayoritaria, de la regional catalana. Como en la mayor parte de las luchas intestinas de la Confederación, las verdaderas causas del enfrentamiento quedaban en la sombra, por cuanto a ninguna de las dos partes les convenía airearlas. No pudo aducirse -ni siquiera se intentó- una sola motivación ideológica, una mínima divergencia teórica o práctica, que pudiera explicar semejante descalabro organizativo. Se trató simplemente de un conflicto entre camarillas burocráticas, en el cual se impuso el sector que obtuvo el apoyo de las redes burocráticas que gobernaban la CNT en el resto del estado. Luchas similares acontecían por toda la geografía confederal. Cuando las disputas terminaban en un sitio, empezaban en otro, terminando de hundir la moral de la organización y arrastrar su imagen por el barro.
Uno de estos conflictos tiene particular relevancia para la historia que queremos contar. Se trata de la lucha interna que estalló en el seno de la CNT de Madrid entre los años 1997 y 1998. Apenas superado un conflicto interno que había conducido a la expulsión en bloque del sindicato de oficios varios, comenzó a incubarse otro entre dos sectores opuestos. La polarización era la habitual dentro de la patología del cenetismo: un sector «anarquista» minoritario encabezado por el sindicato del metal se enfrentaba a otro «sindicalista», formado por el nuevo sindicato de oficios varios, el de transportes y el de construcción. Los miembros de la federación local de Juventudes Libertarias -una de las más numerosas y activas de la FIJL- se alineaban con el sindicato del metal. A la facción «sindicalista» le irritaba la violencia que estos jóvenes desplegaban, por ejemplo, en la lucha antifascista u hostigando a las Empresas de Trabajo Temporal; y no se les perdonaba una actuación particularmente irresponsable en un acto de irresponsabilidad colectiva de la CNT como fue la ocupación del CES en diciembre de 1996.
El conflicto, ya larvado, estalló en 1997 en el seno del comité nacional de la CNT, establecido en Madrid desde un año antes y en el cual ambos sectores burocráticos se habían repartido los puestos. Por razones ignotas, los dos representantes del sector «metal» fueron expulsados del sindicato, y por ende del comité nacional. Además de este hecho, una buena parte de la sección de estudiantes -en la que se encontraban varios militantes de la FIJL- también fue expulsada, bajo la acusación de ser jóvenes «violentos» que montaban altercados en las manifestaciones de estudiantes de la época. Miembros del propio Sindicato de Estudiantes se habían personado en la sede de Tirso de Molina para dar sus democráticas quejas a los popes de la organización cenetista, que democráticamente expulsaron a los jóvenes díscolos que alteraban la paz de los entornos izquierdistas. Así se pasó a un choque abierto en el cual el sector mayoritario logró liquidar al sector «metal» mediante una cadena de expulsiones justificadas con pretextos diversos, algunos tan peregrinos como el ya señalado. El máximo grado de enfrentamiento se alcanza cuando miembros de las JJLL, ya expulsados del sindicato, irrumpen en una reunión del comité nacional situado en la calle Magdalena para pedir explicaciones a los que consideraban responsables, empezando por el entonces secretario general. Se produce un cruce de hostias por ambas partes que el comité nacional y la federación local de Madrid presentan al resto de la CNT como un «asalto» organizado, obteniendo la adhesión de casi todas las regionales, que habían callado ante la secuencia de expulsiones, considerándola en todo caso un asunto interno de Madrid.
Hasta aquí la situación respondía a una metodología de resolución de conflictos desarrollada y perfeccionada por la CNT desde el año 1977: maniobras burocráticas [2], expulsiones de pura cepa estalinista y la inevitable dosis de hostias, ya fuera como expresión de rabia de los vencidos o como argumento último de los vencedores. Pero desde el comité nacional se decidió dar otra vuelta de tuerca y extirpar a las Juventudes Libertarias no ya de la federación local de Madrid, sino del conjunto de la organización. El victimismo, como estrategia de consenso articulada en torno al «asalto» al comité nacional, dio pie a una caza de brujas en la cual la FIJL hizo de chivo expiatorio de las tensiones estructurales inherentes a la CNT. El comité nacional del sindicato decidió unilateralmente y por cuenta propia la ruptura de relaciones con la FIJL, algo que en rigor sólo podía decidir un congreso de la organización. Tal ruptura no sólo tenía importancia simbólica, sino que permitía considerar en lo sucesivo a la FIJL como una «vanguardia externa» que pretendía dirigir al sindicato. En consecuencia, se inició el hostigamiento contra sus militantes en la práctica totalidad de las localidades donde existían grupos federados a la FIJL. En Bilbao y Granada fueron forzados sus archivos [3], sufriendo el robo de documentación interna. En poco más de un año, se consiguió sacar de los sindicatos a la totalidad de los militantes de la FIJL, puestos fuera de juego por expulsión directa, agobio o puro asco. Se conjuraba así el fantasma de una eventual radicalización de la CNT, que volverá a tomar cuerpo inmediatamente, como veremos, con aquella minoría de militantes partidarios de apoyar a los presos por el atraco de Córdoba.
fuente: Nodo50
[Notas]
1. Según una estadística interna realizada con posterioridad al VIII Congreso.
2. Citaremos solo algunas: pactos previos a los comicios sobre los acuerdos que «deben salir»; constitución de sindicatos fantasma (sin el número mínimo necesario de afiliados) o exageración del número de afiliados para acudir a los plenos y congresos con mayor número de votos; redes burocráticas que funcionan a golpe de teléfono; copamiento de comités con el subsiguiente control de los flujos de información; enrpleo sistemático de la calumnia contra el disidente de turno, y muy especialmente de la acusación de «infiltrado»; y un largo etcétera. Uno de los dogmas de la ideología cenetista es que la estructura es perfectamente horizontal y democrática y no existen jerarquías. Este dogma de fe no altera por sí solo la realidad de los hechos: que desde los comités se disfruta de un relativo control de la organización; que se ha generado un cuerpo de «expertos» que son los que suelen acudir a los plenos y plenarias y son, de hecho, los que gobiernan la organización. Como no se admite ni siquiera la posibilidad de la existencia de una «jerarquía», esta jerarquía se camufla, se hace informal, y por tanto resulta aún más difícil de controlar que las de muchas organizaciones «autoritarias», que suelen contar con mecanismos formales para limitar el poder de la dirección.
3. En tanto que «organización hermana», la CNT acogía a la FIJL en sus locales.
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