En cuanto a la FIJL, quedará demonizada en la memoria del anarquismo oficial, e iniciará una andadura propia e independiente. Hasta ese momento, la federación juvenil había sido una especie de cristalización extrema del sectarismo propio del anarquismo oficial. Su existencia había girado sobre la creencia errónea de que era posible una práctica más «radical» sin modificar los presupuestos de la CNT. De hecho, como afiliados al sindicato, los militantes de la FIJL defendían la ortodoxia cenetista con feroz dogmatismo, de ahí que fueran tan fácilmente manipulables por los sectores «puristas». Su inmolación a manos de los que querían un sindicato de perfiles más amables y «civilizados» dejará a la FIJL absolutamente desorientada y girando en el vacío, hasta que abrace el insurreccionalismo como tabla de salvación. Pero detrás de los miembros de las JJLL se irán muy pronto sectores más amplios de jóvenes cenetistas asqueados después de haber batallado -durante años en muchos casos- contra una burocracia inamovible.
2. El antagonismo juvenil
El anarquismo oficial estipulaba en sus congresos, con gran delicadeza excluyente-incluyente, que el «Movimiento Libertario» estaba formado por la CNT, la FAI, la FIJL y Mujeres Libres. Pero lo cierto es que la realidad era más compleja, y con sus muchas facetas cambiantes venía a alterar la comodidad de ese esquema burocrático y sectario. Fuera de las fronteras perfectamente delimitadas de las organizaciones formales del anarquismo, se había extendido un poco por todas partes un movimiento más difuso y heterogéneo, cuyos embriones habían aparecido a mediados de los ochenta. Se concretaba en okupaciones, fanzines, distribuidoras, grupos musicales, colectivos y grupos de afinidad… así como en su participación en movimientos más amplios como el antimilitarista, que despega por las mismas fechas con la campaña por la Insumisión. Esta constelación, ya se reivindicara anarquista o autónoma, había nacido al margen del añejo obrerismo del anarquismo oficial, y se movía entre múltiples coordenadas definidas por lo general con el «anti» -antisexista, antirrepresivo, antimilitarista, antifascista, antitaurino, etcétera-, y con el convivencialismo juvenil como hilo conductor. En estas redes se apoyaban publicaciones emblemáticas como Sabotaje, Resiste, El Acratador, La Lletra A o Ekintza Zuzena, entre otras. Dada su incapacidad para construir instancias de coordinación y trazar líneas comunes de acción, una parte de ese movimiento juvenil seguía teniendo a la CNT como un referente cuando menos respetado, por su estabilidad y su aureola mítica.
Sin embargo, en diversos lugares el antagonismo juvenil tuvo un peso específico propio que superaba al del anarquismo oficial. Es banal señalar a Euskadi como excepción en este caso, siendo como ha sido una excepción en casi todos los aspectos. Es sabido que allí la guerra social ha tenido un desarrollo diferenciado, y los temas que la epidemia de rabia reintrodujo después de décadas en el anarquismo ibérico, como la violencia o la cárcel, no han dejado allí de ser la realidad cotidiana de miles de personas, y no de reducidos círculos de activistas. Se trata por tanto de un contexto tan específico que resulta inevitable dejarlo al margen de esta historia, a pesar de la presencia en Euskadi de un antagonismo juvenil surgido con fuerza a mediados de los ochenta, que de hecho inspiró en muchos aspectos al del resto del Estado y le dotó de numerosos referentes.
Por falta de tiempo y espacio no podemos detenernos en todos los lugares que quisiéramos. Valencia fue, por ejemplo, un foco importante de okupaciones, aparte de que allí se publicó a comienzos de 1997 el mítico Todo lo que pensaste sobre la okupación y nunca te atreviste a cuestionar, primer texto autóctono que contenía las ideas que la epidemia de rabia desarrolló después, y que se situaba a años luz tanto de las liturgias del anarquismo oficial como de la incipiente espectacularización del movimiento okupa. Así podríamos seguir citando algunos sitios dignos de mencionarse, pero por las limitaciones de este trabajo queremos centrarnos en dos puntos de máxima condensación del antagonismo juvenil, que tendrán una fuerte influencia en los desarrollos que se produjeron después en el resto del estado. Hablamos de dos metrópolis: Madrid y Barcelona.
En Madrid se asistió a un caso particular. Allí el antagonismo juvenil logró dotarse de instancias de coordinación desde fecha muy temprana, y esas estructuras duraron prácticamente una década. Se trata de la coordinadora de colectivos Lucha Autónoma, fundada en 1990 por la confluencia de las primeras hornadas de okupas madrileños y de grupos juveniles desgajados de las organizaciones de extrema izquierda MC y LCR, cuyo dirigismo había terminado por asquearles. Así nació una organización singular que, si bien no logró trascender el ámbito madrileño, dio pie a verdaderas dinámicas de lucha y «autoorganización», por emplear el lenguaje de la época. LA no escapó a una fortísima estetización común a todo el movimiento, y que de hecho era uno de sus elementos constituyentes. Fue una organización de marcado carácter activista que funcionó como cajón de sastre ideológico, rasgo que le permitió crecer en un primer momento, pero que a la postre se volvió en su contra. A la altura de 1997, su propia maduración y la falta de puesta en común habían conducido al desarrollo de posturas divergentes en su seno. Esto produjo una crisis saldada con la autodisolución en 1998. Al poco tiempo se intentó refundar, bajo los presupuestos del post-operaismo italiano, una LA «emancipada» de sus componentes anarquistas y autónomos «tradicionales», pero este paso en el vacío se saldó con un rápido y discreto fracaso. Por lo demás, esta organización no agota el panorama del antagonismo juvenil madrileño durante los años noventa, pues fuera de ella siguió existiendo una amplia constelación difusa de grupos, casas okupadas, distribuidoras, colectivos y demás. Sin embargo es justo reconocer que LA fue un referente fundamental en Madrid durante toda la década, hasta el punto de que el cierre en falso de su experiencia ha tenido secuelas negativas que son patentes, diez años después, en las fracturas internas de los movimientos madrileños.
En cuanto a Barcelona, no creemos que la aparición en ella de un vigoroso antagonismo juvenil se pueda disociar de la tradición de rebeldía de la misma ciudad y su periferia, cuyo último eslabón habían sido las luchas obreras y vecinales de los años setenta. Al contrario de lo ocurrido en Madrid, allí el movimiento se estructuró en redes informales con base en el tejido social de los barrios, en las casas okupadas y en afinidades personales entre compañeros. Este medio político se desarrolló al margen de cualquier influencia de la CNT catalana, que desde principios de los noventa estaba demasiado ocupada autodestruyéndose y dando el habitual espectáculo mafioso de los cismas cenetistas. El primer hito destacable del movimiento barcelonés está en la campaña desarrollada contra los fastos del 92. A partir de ella empieza a tomar cuerpo y a recurrir cada vez más a la okupación como forma de agregación y lucha. El número de inmuebles «liberados» llegará a alcanzar así una masa crítica sin igual en el Estado. Esa efervescencia terminará dando lugar a un salto cualitativo en 1996, en torno a la okupación y desalojo del ya desaparecido cine Princesa, situado en pleno centro de Barcelona. Después de siete meses de exhibir ante toda Barcelona una dinámica de actividad imparable, los okupas del Princesa fueron desalojados en una suerte de asedio medieval en el que a la policía le llovió de todo. La posterior manifestación de protesta reunió a miles de personas y terminó en uno de los disturbios más grandiosos que recuerdan los compañeros barceloneses. La convulsión que se vivió en Barcelona fue retransmitida en directo a todo el estado. Los ecos del Princesa se vieron reforzados en marzo de 1997 por otro desalojo de gran alcance mediático, el de La Guindalera en Madrid, donde fueron detenidas más de cien personas.
Los hechos del Princesa y de La Guindalera fueron seguidos por una oleada de okupaciones en todo el país, la mayor parte de ellas efímeras por la rápida intervención de la policía, que sin duda recibió instrucciones de no permitir que cundiera el ejemplo. El Estado había empezado a preocuparse, como lo demostraba el hecho de el nuevo Código Penal aprobado en 1996 estableciera penas muy superiores para el delito de «usurpación». La franja libertaria del antagonismo juvenil tuvo por primera vez un espejo donde mirarse que ya no era el de la CNT, donde aparecía siempre como la hermanita pequeña. Había alcanzado la mayoría de edad y su pequeño mundo había irrumpido en el telediario. A partir de ahí podía empezar a mirar a la CNT con cierto distanciamiento. Sin que se produjera por el momento ruptura alguna, la crítica empezó a desarrollarse de manera larvada; o bien se empezó a prestar oídos más atentos a la crítica de compañeros que habían desmitificado el cenetismo tiempo atrás, si es que alguna vez habían llegado a creérselo.
Por otra parte, y lo que es más importante, la conciencia difusa de haber superado una fase abría las puertas del antagonismo juvenil a la introducción de nuevos temas, ideas y concepciones. Aquí se gestó una nueva contradicción entre posiciones que buscaban la manera de profundizar y radicalizar el enfrentamiento con el Estado y el capitalismo, y otras que tendían más a sublimar tal conflicto en una representación «simpática» e inocua que permitiera «llegar a la gente». Sería una simplificación -en la que por lo demás se incurrió innumerables veces- definir estos dos campos como «revolucionario» y «reformista». El primero de ellos no podía ser efectivamente revolucionario, por mucha voluntad que se pusiera en el empeño, careciendo de un proyecto revolucionario que fuera más allá de los aspectos meramente destructivos (que primaron en todo momento) y en un momento histórico en que la marea de la contrarrevolución que sucedió al 68 no ha empezado aún a bajar. En cuanto al segundo, ni siquiera aspiraba a reformar nada, sino a conservar los islotes restantes del «estado del bienestar», y a obtener la gestión paraestatal de la asistencia en ciertos ámbitos de exclusión social generados por la reestructuración del capitalismo (precariedad, inmigración…). Esta contradicción atravesó al conjunto del movimiento, pero donde se hizo más claramente visible fue en torno a la disolución de Lucha Autónoma y en las disputas madrileñas sobre la legalización de las centros sociales okupados. Poco tiempo después, los grandes encuentros de la antiglobalización escenificarían esta ruptura en forma de representación espectacular, particularmente en la polarización entre «bloque negro» y «monos blancos».
3. Un día cualquiera en Córdoba.
Hasta aquí hemos expuesto algunos antecedentes, intentando dibujar el contexto sobre el que se extendió la epidemia de rabia. Podríamos haber empezado la narración en este punto, pero al precio de desvirtuar las dimensiones de lo ocurrido. Toda historia ha de tener un comienzo, o por lo menos un detonante, y para nosotros el detonante de esta historia estalló en Córdoba el 18 de diciembre de 1996. Tres compañeros italianos y uno argentino, entonces desconocidos para el movimiento, intentaron atracar una sucursal del banco de Santander. La historia es harto conocida y no vale la pena extenderse. Dos policías municipales quedaron muertas y los cuatro asaltantes fueron apresados. Sus nombres: Giovanni Barcia, Michele Pontolillo, Giorgio Rodríguez y Claudio Lavazza.
En un primer momento fue un suceso más en la portada de los periódicos. Tardó aún en conocerse la filiación anarquista de los atracadores y el hecho de que explicaran su acción como un acto político. Aunque desconocidos en España, eran representativos de los bandazos del movimiento revolucionario italiano en los últimos veinte años. Lavazza había empezado su trayectoria desde muy joven en el seno de las luchas obreras de los años setenta. Como tantos otros militantes italianos, optó por tomar las armas formando en la organización Proletarios Armados por el Comunismo, de corte leninista y orientada a la lucha contra el sistema carcelario. Desde ahí evolucionó hacia posiciones anarquistas, sin salir ya del ámbito de la clandestinidad.
Pontolillo y Barcia eran muy activos en la franja insurreccionalista del anarquismo italiano, que se había gestado en los años ochenta. El primero tenía en Italia una condena pendiente por insumisión al servicio militar, y el segundo estaba encausado en el marco del «montaje Marini», del que hablaremos más adelante. Su compromiso con el anarquismo no era por tanto reciente, y menos aún (como afirmaron algunos con mezquindad) un rasgo de oportunismo calculado para obtener apoyos una vez capturados.
Casi completamente desprovistos de contactos con el anarquismo español, sus voces tardaron aún en llegar hasta el exterior de la cárcel. Lo hicieron finalmente a través de las páginas del Llar, boletín editado en Asturias y alejado de cualquier dogmatismo. El Llar unía a su desconcertante maquetación una factura mucho más limpia que la de los fanzines fotocopiados usuales en la época. Además de ser gratuito y mantener su periodicidad con notable rigor, contaba con una distribución excelente no solo en Asturias sino en toda España, alcanzando a todos los sindicatos de la CNT y a la práctica totalidad de la constelación antagonista: colectivos, distribuidoras, casas okupadas…
Por todo esto el Llar fue el vehículo por excelencia de una polémica de la que la CNT no pudo salir peor parada. Desde el momento en que el boletín asturiano dio a conocer las posiciones anarquistas de los atracadores de Córdoba, se alzaron voces dentro y fuera de la CNT que exigían que el sindicato les apoyara. En honor a la verdad, hay que decir que una parte minoritaria pero significativa de militantes del sindicato estaban a favor de asumir a los expropiadores como presos propios -tal como se había hecho años antes con el preso libertario Pablo Serrano-, y de hecho algunos sindicatos como el de Avilés llegaron a hacerlo. Estos cenetistas, sin abandonar el sindicato, tendieron a agruparse con compañeros procedentes del antagonismo juvenil, formando la primera generación de grupos de la Cruz Negra Anarquista (CNA) en Granada, Villaverde y otros lugares. Su objetivo, aparte de una genérica «lucha contra las cárceles», era el apoyo a los presos anarquistas. Estos grupos fueron un curioso fenómeno de «transición» ya que no partían de una ruptura a priori con la CNT, y de hecho se reunían en sus locales. Pero la desconfianza, cuando no la abierta hostilidad que se encontraron por parte de la organización, les llevó pronto a desengañarse del cenetismo y seguir otros rumbos.
Hechas estas excepciones, en su mayor parte la Organización era, más que reticente, abiertamente reacia a prestar ninguna clase de cobertura a los detenidos en Córdoba. Si bien lo que subyacía era el miedo a la criminalización, la negativa no dejaba de envolverse en argumentaciones ideológicas y en una condena implícita a los autores del atraco. Como hemos dicho esta polémica se desarrolló principalmente en las páginas del Llar, con algunas intervenciones desde el periódico cnt, y se mantuvo aún «dentro de un orden» a lo largo de 1997. Pero en la primera mitad de 1998 se producen dos hechos que van a provocar una polarización irreversible. El primero es el comienzo del juicio por el atraco en Córdoba, donde se convoca una concentración de apoyo a los compañeros italianos. Unos chavales llegados de fuera, sin representar a sindicato alguno, se presentan con una bandera de la CNT. Los medios de comunicación hacen hincapié en ello. La CNT se desvincula por completo, acto que le valdrá mayores críticas aún por parte de la incipiente red de apoyo de los expropiadores apresados.
El segundo hecho de importancia fue el desalojo del Centro Social Autogestionado de Gijón (sede del Llar, entre otros colectivos) por parte de la CNT -que tenía el local en usufructo como parte del Patrimonio Sindical Acumulado-, a la fuerza y sin previo aviso. Las pobres razones argüidas por el sindicato no justificaban una acción así, que recordaba poderosamente a los desalojos de casas okupadas, y provocaron verdadera indignación en mucha gente. Las inconfesadas razones de fondo eran las críticas a la CNT que Llar publicaba puntualmente, enviadas por sus lectores. Las formas en que se produjo el desalojo eran además representativas del paternalismo y la superioridad con que se trataba desde la CNT al «otro» movimiento libertario, y no solamente en Gijón. Por eso, fue inmediata la identificación y solidaridad de muchísima gente con el CSA.
A partir de ese momento la polémica sube de tono aceleradamente. La tirada del Llar, que ya de por sí era alta para una publicación contrainformativa, no dejó del aumentar a lo largo de este proceso, y lo mismo podría decirse de sus apoyos. De su último número (septiembre de 1999) se tiraron 7.000 ejemplares. Por las mismas fechas la tirada del periódico cnt era de 3.000 ejemplares, de los cuales un tercio se quedaban acumulando polvo en los sindicatos, que no le daban salida. La distribución capilar e «informal» del Llar se mostró en aquel momento crucial mucho más amplia y eficaz que la de la anquilosada prensa del sindicato.
Por la importancia que tuvo, queremos hacer algunas observaciones sobre aquella polémica, de muy bajo nivel por ambas partes. La CNT hubiera podido ser defendida con un argumento muy simple y difícilmente rebatible: que no tenía ninguna obligación de asumir a unos presos que pertenecían a otra corriente, por añadidura desconocida en España, y que habían actuado de manera unilateral, con métodos ajenos al repertorio cenetista. Algo tan obvio no se le ocurrió a casi nadie. El paso en falso de los cenetistas que intervinieron fue pretender aclarar, sin que nadie se lo hubiera pedido, que los presos de Córdoba no podían ser anarquistas, porque ni sus métodos ni sus puntos de vista coincidían con los de la sacrosanta Organización. Acostumbrados durante mucho tiempo a expedir certificados de pureza anarquista, no dudaron ni por un momento que éste era un caso más en que podían hacerlo. No calibraron -las cabezas no daban para tanto- que la excomunión doctrinal del anarquismo oficial funcionaba bien cuando se empleaba contra cualquier ente situado «a su derecha», pero que las posiciones de los italianos eran mucho más radicales que las suyas, por cuanto defendían el ataque revolucionario inmediato, y encima lo ponían en práctica. Así, los pobres inquisidores se encontraron con la rebelión abierta de un montón de gente que durante años les había aguantado las tonterías en silencio. Trastornados por este imprevisto para el cual su programación no encontraba respuesta rápida, ya no dieron pie con bola, y no se les ocurrió otra cosa que incurrir en condenas morales.
El problema de fondo era que a la CNT se le estaba exigiendo, desde un entorno que la había tenido como un punto de referencia, que estuviera a la altura del extremismo verbal que había desplegado durante años. Como no se estaba discutiendo sobre teorías, sino sobre hechos consumados muy graves que la podían salpicar mediáticamente, la CNT se vio invadida por el pánico, y se puso de manifiesto que su radicalismo era pura verborrea, y que había hecho de la automarginación una forma de integración en el sistema que decía combatir. Lo que se vio en las páginas del Llar a lo largo de muchos meses (conviene aclarar que no se había producido el advenimiento de Internet) fue una reedición de aquel cuento en que un niño, en su inocencia, señala que el emperador está desnudo, y ya nadie puede seguir fingiendo. Pero en este caso el niño se llamaba Michele Pontolillo, y su «inocencia» venía dada por el hecho de que, habiéndose formado en otro lugar, estaba libre de las intoxicaciones y convenciones propias del anarquismo ibérico.
A partir del desalojo del CSA de Gijón la ruptura es ya irrevocable. El Movimiento Libertario con mayúsculas acababa de perder, en cuestión de meses, el monopolio del anarquismo que había defendido celosamente durante dos décadas. Para finales de 1998 hay dos campos perfectamente delimitados. Uno, el del anarquismo oficial, puesto a la defensiva con toda su inercia doctrinaria; otro, el de un anarquismo mucho más radicalizado que ha cristalizado de un golpe a su izquierda, y que por el momento sólo tiene como aglutinadores comunes su rechazo visceral al anterior y el apoyo a los presos de Córdoba.
2. El antagonismo juvenil
El anarquismo oficial estipulaba en sus congresos, con gran delicadeza excluyente-incluyente, que el «Movimiento Libertario» estaba formado por la CNT, la FAI, la FIJL y Mujeres Libres. Pero lo cierto es que la realidad era más compleja, y con sus muchas facetas cambiantes venía a alterar la comodidad de ese esquema burocrático y sectario. Fuera de las fronteras perfectamente delimitadas de las organizaciones formales del anarquismo, se había extendido un poco por todas partes un movimiento más difuso y heterogéneo, cuyos embriones habían aparecido a mediados de los ochenta. Se concretaba en okupaciones, fanzines, distribuidoras, grupos musicales, colectivos y grupos de afinidad… así como en su participación en movimientos más amplios como el antimilitarista, que despega por las mismas fechas con la campaña por la Insumisión. Esta constelación, ya se reivindicara anarquista o autónoma, había nacido al margen del añejo obrerismo del anarquismo oficial, y se movía entre múltiples coordenadas definidas por lo general con el «anti» -antisexista, antirrepresivo, antimilitarista, antifascista, antitaurino, etcétera-, y con el convivencialismo juvenil como hilo conductor. En estas redes se apoyaban publicaciones emblemáticas como Sabotaje, Resiste, El Acratador, La Lletra A o Ekintza Zuzena, entre otras. Dada su incapacidad para construir instancias de coordinación y trazar líneas comunes de acción, una parte de ese movimiento juvenil seguía teniendo a la CNT como un referente cuando menos respetado, por su estabilidad y su aureola mítica.
Sin embargo, en diversos lugares el antagonismo juvenil tuvo un peso específico propio que superaba al del anarquismo oficial. Es banal señalar a Euskadi como excepción en este caso, siendo como ha sido una excepción en casi todos los aspectos. Es sabido que allí la guerra social ha tenido un desarrollo diferenciado, y los temas que la epidemia de rabia reintrodujo después de décadas en el anarquismo ibérico, como la violencia o la cárcel, no han dejado allí de ser la realidad cotidiana de miles de personas, y no de reducidos círculos de activistas. Se trata por tanto de un contexto tan específico que resulta inevitable dejarlo al margen de esta historia, a pesar de la presencia en Euskadi de un antagonismo juvenil surgido con fuerza a mediados de los ochenta, que de hecho inspiró en muchos aspectos al del resto del Estado y le dotó de numerosos referentes.
Por falta de tiempo y espacio no podemos detenernos en todos los lugares que quisiéramos. Valencia fue, por ejemplo, un foco importante de okupaciones, aparte de que allí se publicó a comienzos de 1997 el mítico Todo lo que pensaste sobre la okupación y nunca te atreviste a cuestionar, primer texto autóctono que contenía las ideas que la epidemia de rabia desarrolló después, y que se situaba a años luz tanto de las liturgias del anarquismo oficial como de la incipiente espectacularización del movimiento okupa. Así podríamos seguir citando algunos sitios dignos de mencionarse, pero por las limitaciones de este trabajo queremos centrarnos en dos puntos de máxima condensación del antagonismo juvenil, que tendrán una fuerte influencia en los desarrollos que se produjeron después en el resto del estado. Hablamos de dos metrópolis: Madrid y Barcelona.
En Madrid se asistió a un caso particular. Allí el antagonismo juvenil logró dotarse de instancias de coordinación desde fecha muy temprana, y esas estructuras duraron prácticamente una década. Se trata de la coordinadora de colectivos Lucha Autónoma, fundada en 1990 por la confluencia de las primeras hornadas de okupas madrileños y de grupos juveniles desgajados de las organizaciones de extrema izquierda MC y LCR, cuyo dirigismo había terminado por asquearles. Así nació una organización singular que, si bien no logró trascender el ámbito madrileño, dio pie a verdaderas dinámicas de lucha y «autoorganización», por emplear el lenguaje de la época. LA no escapó a una fortísima estetización común a todo el movimiento, y que de hecho era uno de sus elementos constituyentes. Fue una organización de marcado carácter activista que funcionó como cajón de sastre ideológico, rasgo que le permitió crecer en un primer momento, pero que a la postre se volvió en su contra. A la altura de 1997, su propia maduración y la falta de puesta en común habían conducido al desarrollo de posturas divergentes en su seno. Esto produjo una crisis saldada con la autodisolución en 1998. Al poco tiempo se intentó refundar, bajo los presupuestos del post-operaismo italiano, una LA «emancipada» de sus componentes anarquistas y autónomos «tradicionales», pero este paso en el vacío se saldó con un rápido y discreto fracaso. Por lo demás, esta organización no agota el panorama del antagonismo juvenil madrileño durante los años noventa, pues fuera de ella siguió existiendo una amplia constelación difusa de grupos, casas okupadas, distribuidoras, colectivos y demás. Sin embargo es justo reconocer que LA fue un referente fundamental en Madrid durante toda la década, hasta el punto de que el cierre en falso de su experiencia ha tenido secuelas negativas que son patentes, diez años después, en las fracturas internas de los movimientos madrileños.
En cuanto a Barcelona, no creemos que la aparición en ella de un vigoroso antagonismo juvenil se pueda disociar de la tradición de rebeldía de la misma ciudad y su periferia, cuyo último eslabón habían sido las luchas obreras y vecinales de los años setenta. Al contrario de lo ocurrido en Madrid, allí el movimiento se estructuró en redes informales con base en el tejido social de los barrios, en las casas okupadas y en afinidades personales entre compañeros. Este medio político se desarrolló al margen de cualquier influencia de la CNT catalana, que desde principios de los noventa estaba demasiado ocupada autodestruyéndose y dando el habitual espectáculo mafioso de los cismas cenetistas. El primer hito destacable del movimiento barcelonés está en la campaña desarrollada contra los fastos del 92. A partir de ella empieza a tomar cuerpo y a recurrir cada vez más a la okupación como forma de agregación y lucha. El número de inmuebles «liberados» llegará a alcanzar así una masa crítica sin igual en el Estado. Esa efervescencia terminará dando lugar a un salto cualitativo en 1996, en torno a la okupación y desalojo del ya desaparecido cine Princesa, situado en pleno centro de Barcelona. Después de siete meses de exhibir ante toda Barcelona una dinámica de actividad imparable, los okupas del Princesa fueron desalojados en una suerte de asedio medieval en el que a la policía le llovió de todo. La posterior manifestación de protesta reunió a miles de personas y terminó en uno de los disturbios más grandiosos que recuerdan los compañeros barceloneses. La convulsión que se vivió en Barcelona fue retransmitida en directo a todo el estado. Los ecos del Princesa se vieron reforzados en marzo de 1997 por otro desalojo de gran alcance mediático, el de La Guindalera en Madrid, donde fueron detenidas más de cien personas.
Los hechos del Princesa y de La Guindalera fueron seguidos por una oleada de okupaciones en todo el país, la mayor parte de ellas efímeras por la rápida intervención de la policía, que sin duda recibió instrucciones de no permitir que cundiera el ejemplo. El Estado había empezado a preocuparse, como lo demostraba el hecho de el nuevo Código Penal aprobado en 1996 estableciera penas muy superiores para el delito de «usurpación». La franja libertaria del antagonismo juvenil tuvo por primera vez un espejo donde mirarse que ya no era el de la CNT, donde aparecía siempre como la hermanita pequeña. Había alcanzado la mayoría de edad y su pequeño mundo había irrumpido en el telediario. A partir de ahí podía empezar a mirar a la CNT con cierto distanciamiento. Sin que se produjera por el momento ruptura alguna, la crítica empezó a desarrollarse de manera larvada; o bien se empezó a prestar oídos más atentos a la crítica de compañeros que habían desmitificado el cenetismo tiempo atrás, si es que alguna vez habían llegado a creérselo.
Por otra parte, y lo que es más importante, la conciencia difusa de haber superado una fase abría las puertas del antagonismo juvenil a la introducción de nuevos temas, ideas y concepciones. Aquí se gestó una nueva contradicción entre posiciones que buscaban la manera de profundizar y radicalizar el enfrentamiento con el Estado y el capitalismo, y otras que tendían más a sublimar tal conflicto en una representación «simpática» e inocua que permitiera «llegar a la gente». Sería una simplificación -en la que por lo demás se incurrió innumerables veces- definir estos dos campos como «revolucionario» y «reformista». El primero de ellos no podía ser efectivamente revolucionario, por mucha voluntad que se pusiera en el empeño, careciendo de un proyecto revolucionario que fuera más allá de los aspectos meramente destructivos (que primaron en todo momento) y en un momento histórico en que la marea de la contrarrevolución que sucedió al 68 no ha empezado aún a bajar. En cuanto al segundo, ni siquiera aspiraba a reformar nada, sino a conservar los islotes restantes del «estado del bienestar», y a obtener la gestión paraestatal de la asistencia en ciertos ámbitos de exclusión social generados por la reestructuración del capitalismo (precariedad, inmigración…). Esta contradicción atravesó al conjunto del movimiento, pero donde se hizo más claramente visible fue en torno a la disolución de Lucha Autónoma y en las disputas madrileñas sobre la legalización de las centros sociales okupados. Poco tiempo después, los grandes encuentros de la antiglobalización escenificarían esta ruptura en forma de representación espectacular, particularmente en la polarización entre «bloque negro» y «monos blancos».
3. Un día cualquiera en Córdoba.
Hasta aquí hemos expuesto algunos antecedentes, intentando dibujar el contexto sobre el que se extendió la epidemia de rabia. Podríamos haber empezado la narración en este punto, pero al precio de desvirtuar las dimensiones de lo ocurrido. Toda historia ha de tener un comienzo, o por lo menos un detonante, y para nosotros el detonante de esta historia estalló en Córdoba el 18 de diciembre de 1996. Tres compañeros italianos y uno argentino, entonces desconocidos para el movimiento, intentaron atracar una sucursal del banco de Santander. La historia es harto conocida y no vale la pena extenderse. Dos policías municipales quedaron muertas y los cuatro asaltantes fueron apresados. Sus nombres: Giovanni Barcia, Michele Pontolillo, Giorgio Rodríguez y Claudio Lavazza.
En un primer momento fue un suceso más en la portada de los periódicos. Tardó aún en conocerse la filiación anarquista de los atracadores y el hecho de que explicaran su acción como un acto político. Aunque desconocidos en España, eran representativos de los bandazos del movimiento revolucionario italiano en los últimos veinte años. Lavazza había empezado su trayectoria desde muy joven en el seno de las luchas obreras de los años setenta. Como tantos otros militantes italianos, optó por tomar las armas formando en la organización Proletarios Armados por el Comunismo, de corte leninista y orientada a la lucha contra el sistema carcelario. Desde ahí evolucionó hacia posiciones anarquistas, sin salir ya del ámbito de la clandestinidad.
Pontolillo y Barcia eran muy activos en la franja insurreccionalista del anarquismo italiano, que se había gestado en los años ochenta. El primero tenía en Italia una condena pendiente por insumisión al servicio militar, y el segundo estaba encausado en el marco del «montaje Marini», del que hablaremos más adelante. Su compromiso con el anarquismo no era por tanto reciente, y menos aún (como afirmaron algunos con mezquindad) un rasgo de oportunismo calculado para obtener apoyos una vez capturados.
Casi completamente desprovistos de contactos con el anarquismo español, sus voces tardaron aún en llegar hasta el exterior de la cárcel. Lo hicieron finalmente a través de las páginas del Llar, boletín editado en Asturias y alejado de cualquier dogmatismo. El Llar unía a su desconcertante maquetación una factura mucho más limpia que la de los fanzines fotocopiados usuales en la época. Además de ser gratuito y mantener su periodicidad con notable rigor, contaba con una distribución excelente no solo en Asturias sino en toda España, alcanzando a todos los sindicatos de la CNT y a la práctica totalidad de la constelación antagonista: colectivos, distribuidoras, casas okupadas…
Por todo esto el Llar fue el vehículo por excelencia de una polémica de la que la CNT no pudo salir peor parada. Desde el momento en que el boletín asturiano dio a conocer las posiciones anarquistas de los atracadores de Córdoba, se alzaron voces dentro y fuera de la CNT que exigían que el sindicato les apoyara. En honor a la verdad, hay que decir que una parte minoritaria pero significativa de militantes del sindicato estaban a favor de asumir a los expropiadores como presos propios -tal como se había hecho años antes con el preso libertario Pablo Serrano-, y de hecho algunos sindicatos como el de Avilés llegaron a hacerlo. Estos cenetistas, sin abandonar el sindicato, tendieron a agruparse con compañeros procedentes del antagonismo juvenil, formando la primera generación de grupos de la Cruz Negra Anarquista (CNA) en Granada, Villaverde y otros lugares. Su objetivo, aparte de una genérica «lucha contra las cárceles», era el apoyo a los presos anarquistas. Estos grupos fueron un curioso fenómeno de «transición» ya que no partían de una ruptura a priori con la CNT, y de hecho se reunían en sus locales. Pero la desconfianza, cuando no la abierta hostilidad que se encontraron por parte de la organización, les llevó pronto a desengañarse del cenetismo y seguir otros rumbos.
Hechas estas excepciones, en su mayor parte la Organización era, más que reticente, abiertamente reacia a prestar ninguna clase de cobertura a los detenidos en Córdoba. Si bien lo que subyacía era el miedo a la criminalización, la negativa no dejaba de envolverse en argumentaciones ideológicas y en una condena implícita a los autores del atraco. Como hemos dicho esta polémica se desarrolló principalmente en las páginas del Llar, con algunas intervenciones desde el periódico cnt, y se mantuvo aún «dentro de un orden» a lo largo de 1997. Pero en la primera mitad de 1998 se producen dos hechos que van a provocar una polarización irreversible. El primero es el comienzo del juicio por el atraco en Córdoba, donde se convoca una concentración de apoyo a los compañeros italianos. Unos chavales llegados de fuera, sin representar a sindicato alguno, se presentan con una bandera de la CNT. Los medios de comunicación hacen hincapié en ello. La CNT se desvincula por completo, acto que le valdrá mayores críticas aún por parte de la incipiente red de apoyo de los expropiadores apresados.
El segundo hecho de importancia fue el desalojo del Centro Social Autogestionado de Gijón (sede del Llar, entre otros colectivos) por parte de la CNT -que tenía el local en usufructo como parte del Patrimonio Sindical Acumulado-, a la fuerza y sin previo aviso. Las pobres razones argüidas por el sindicato no justificaban una acción así, que recordaba poderosamente a los desalojos de casas okupadas, y provocaron verdadera indignación en mucha gente. Las inconfesadas razones de fondo eran las críticas a la CNT que Llar publicaba puntualmente, enviadas por sus lectores. Las formas en que se produjo el desalojo eran además representativas del paternalismo y la superioridad con que se trataba desde la CNT al «otro» movimiento libertario, y no solamente en Gijón. Por eso, fue inmediata la identificación y solidaridad de muchísima gente con el CSA.
A partir de ese momento la polémica sube de tono aceleradamente. La tirada del Llar, que ya de por sí era alta para una publicación contrainformativa, no dejó del aumentar a lo largo de este proceso, y lo mismo podría decirse de sus apoyos. De su último número (septiembre de 1999) se tiraron 7.000 ejemplares. Por las mismas fechas la tirada del periódico cnt era de 3.000 ejemplares, de los cuales un tercio se quedaban acumulando polvo en los sindicatos, que no le daban salida. La distribución capilar e «informal» del Llar se mostró en aquel momento crucial mucho más amplia y eficaz que la de la anquilosada prensa del sindicato.
Por la importancia que tuvo, queremos hacer algunas observaciones sobre aquella polémica, de muy bajo nivel por ambas partes. La CNT hubiera podido ser defendida con un argumento muy simple y difícilmente rebatible: que no tenía ninguna obligación de asumir a unos presos que pertenecían a otra corriente, por añadidura desconocida en España, y que habían actuado de manera unilateral, con métodos ajenos al repertorio cenetista. Algo tan obvio no se le ocurrió a casi nadie. El paso en falso de los cenetistas que intervinieron fue pretender aclarar, sin que nadie se lo hubiera pedido, que los presos de Córdoba no podían ser anarquistas, porque ni sus métodos ni sus puntos de vista coincidían con los de la sacrosanta Organización. Acostumbrados durante mucho tiempo a expedir certificados de pureza anarquista, no dudaron ni por un momento que éste era un caso más en que podían hacerlo. No calibraron -las cabezas no daban para tanto- que la excomunión doctrinal del anarquismo oficial funcionaba bien cuando se empleaba contra cualquier ente situado «a su derecha», pero que las posiciones de los italianos eran mucho más radicales que las suyas, por cuanto defendían el ataque revolucionario inmediato, y encima lo ponían en práctica. Así, los pobres inquisidores se encontraron con la rebelión abierta de un montón de gente que durante años les había aguantado las tonterías en silencio. Trastornados por este imprevisto para el cual su programación no encontraba respuesta rápida, ya no dieron pie con bola, y no se les ocurrió otra cosa que incurrir en condenas morales.
El problema de fondo era que a la CNT se le estaba exigiendo, desde un entorno que la había tenido como un punto de referencia, que estuviera a la altura del extremismo verbal que había desplegado durante años. Como no se estaba discutiendo sobre teorías, sino sobre hechos consumados muy graves que la podían salpicar mediáticamente, la CNT se vio invadida por el pánico, y se puso de manifiesto que su radicalismo era pura verborrea, y que había hecho de la automarginación una forma de integración en el sistema que decía combatir. Lo que se vio en las páginas del Llar a lo largo de muchos meses (conviene aclarar que no se había producido el advenimiento de Internet) fue una reedición de aquel cuento en que un niño, en su inocencia, señala que el emperador está desnudo, y ya nadie puede seguir fingiendo. Pero en este caso el niño se llamaba Michele Pontolillo, y su «inocencia» venía dada por el hecho de que, habiéndose formado en otro lugar, estaba libre de las intoxicaciones y convenciones propias del anarquismo ibérico.
A partir del desalojo del CSA de Gijón la ruptura es ya irrevocable. El Movimiento Libertario con mayúsculas acababa de perder, en cuestión de meses, el monopolio del anarquismo que había defendido celosamente durante dos décadas. Para finales de 1998 hay dos campos perfectamente delimitados. Uno, el del anarquismo oficial, puesto a la defensiva con toda su inercia doctrinaria; otro, el de un anarquismo mucho más radicalizado que ha cristalizado de un golpe a su izquierda, y que por el momento sólo tiene como aglutinadores comunes su rechazo visceral al anterior y el apoyo a los presos de Córdoba.
fuente: Nodo5
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