En 1985, y tras una larga búsqueda, el buceador Mel Fisher localizó en las costas de Florida los restos de un galeón español con un fabuloso tesoro.
En el verano de 1622, una gran flota española emprendía su regreso a España desde La Habana, cargada con fabulosas riquezas de Oriente y de las Indias.
Iba custodiada por los galeones de la guarda, en cuyas bodegas viajaba lo más valioso del tesoro. El viaje se realizaba cada año, pero en esta ocasión la flota partió con retraso, el 4 de septiembre, en plena temporada de huracanes, y fue así como mientras se dirigía al canal de Bahamas fue azotada de lleno por una terrible tormenta.
Las consecuencias fueron desastrosas: la noche del 5 de septiembre se hundieron ocho barcos, entre ellos el Santa Margarita y el Nuestra Señora de Atocha, que navegaban juntos.
En las décadas siguientes, los españoles organizaron operaciones de rescate y lograron recuperar grandes cantidades de oro y plata del Margarita.
En cambio, nunca encontraron el Nuestra Señora de Atocha, aunque sabían que estaba hundido cerca del Margarita y contaban con el testimonio de sus cinco únicos supervivientes. Con los años, aquella flota del tesoro se perdió en el olvido.
El barco perdido.
A finales de la década de 1960, el californiano Mel Fisher, instructor de buceo, dio con la pista de los navíos españoles gracias a documentos del Archivo de Indias, en Sevilla. Fisher había participado en la exploración de otra flota española hundida en 1715 por un huracán en los cayos de Florida, cuyos restos había localizado Kip Wagner en 1959.
El Atocha era un objetivo igual de apetecible y Fisher decidió lanzarse en su busca. Creó una empresa de rescate de pecios, llamada Treasure Salvors, e implicó en la aventura a toda su familia, además de a un buen puñado de buzos e inversores. Se procuró asimismo tecnología de exploración puntera en la época: un magnetómetro de protones y un sistema de posicionamiento Loran, precursor del actual GPS.
Fisher también decidió incluir en su equipo a un especialista con formación académica. Así, Duncan Mathewson, un joven e inexperto arqueólogo que nunca había trabajado en un pecio, recibió un telegrama de Mel Fisher: «He descubierto los restos de dos buques naufragados del siglo XVII. Necesito un arqueólogo. Le envío un billete de ida y vuelta».
Las prospecciones empezaron en 1971 y pronto dieron como resultado el descubrimiento, al sur de Cayo Hueso, de una enorme ancla. Casi con toda probabilidad pertenecía al Atocha. Desde entonces se sucedieron los hallazgos dispersos: astrolabios, cadenas de oro, lingotes de plata. Sin embargo, no había rastro alguno del Atocha. Todo parecía indicar que el barco había perdido parte de su carga antes de hundirse.
En 1975, los buscadores dieron con la prueba definitiva de la presencia del Atocha en la zona: dos grupos de cañones de bronce cuyas inscripciones coincidían con los números de registro del sobordo, la lista de mercancías del galeón. El barco, con su fabuloso cargamento, no podía estar lejos. Al día siguiente de ese descubrimiento ocurrió una tragedia: el Northwind, el barco en el que viajaban el hijo de Fisher, Dirk, y su nuera, se hundió y ambos murieron junto a uno de los buceadores.
Durante los siguientes años la búsqueda prosiguió, aunque las dudas sobre la ubicación exacta del Atocha se acrecentaban. Fisher creía que el barco descansaba en aguas someras, mientras que Mathewson insistía en buscar en aguas más profundas. En 1980, Kane Fisher, el otro hijo de Mel, dio con los restos del Margarita, que conservaba parte de la carga que no habían rescatado los españoles. Por su parte, Mel Fisher accedió finalmente a seguir los consejos de su arqueólogo y, cuando ya desesperaba de lograr su objetivo, intentó una última exploración de las aguas profundas del canal Hawk. El 20 de julio de 1985 llegó a la oficina de Treasure Salvors un mensaje de radio desde el barco Dauntless; su capitán, Kane Fisher, decía eufórico: «¡Cerrad los mapas! ¡Lo hemos encontrado!». Los restos del casco del Atocha descansaban a dieciséis metros de profundidad, como quedó reflejado en los documentos oficiales españoles y como sostenía Mathewson.
El tesoro de Indias.
El cargamento recuperado ascendió a más de mil lingotes de plata, 125 barras y discos de oro, cien mil monedas de plata y oro, y una amplia colección de objetos personales, tanto de la tripulación como de los pasajeros más ricos. Entre las piezas halladas destaca un cinturón de oro con rubíes, idéntico al que luce una hija de Felipe II en un retrato; platos y copas de oro ricamente decorados, especialmente una copa que contiene un bezoar, una piedra que se usaba como antídoto de venenos; una completa colección de útiles médicos; cajas de marfil labradas procedentes de Ceilán, y una fabulosa muestra de joyería y orfebrería religiosa compuesta por rosarios, cruces y anillos engastados de rubíes y otras piedras preciosas.
Los informes que publicó Duncan Mathewson aportan escasa información arqueológica. Pese a ello, arrojan datos interesantes. Por ejemplo permiten constatar la importancia que tenía el contrabando en los navíos españoles: tres mil esmeraldas colombianas halladas por Fisher no figuraban en el sobordo. También se transportaban grandes cadenas de oro que no pagaban impuestos al no ser oro en barras sino manufacturado.
Hoy, sólo una pequeña parte del tesoro hundido en 1622 se puede ver en el Mel Fisher Maritime Heritage Society Museum, el museo que la familia Fisher posee en Cayo Hueso, Florida. El grueso de los hallazgos fue subastado en la sala Christie’s de Nueva York, en 1988.
fuente: National Geographic Society
En el verano de 1622, una gran flota española emprendía su regreso a España desde La Habana, cargada con fabulosas riquezas de Oriente y de las Indias.
Iba custodiada por los galeones de la guarda, en cuyas bodegas viajaba lo más valioso del tesoro. El viaje se realizaba cada año, pero en esta ocasión la flota partió con retraso, el 4 de septiembre, en plena temporada de huracanes, y fue así como mientras se dirigía al canal de Bahamas fue azotada de lleno por una terrible tormenta.
Las consecuencias fueron desastrosas: la noche del 5 de septiembre se hundieron ocho barcos, entre ellos el Santa Margarita y el Nuestra Señora de Atocha, que navegaban juntos.
En las décadas siguientes, los españoles organizaron operaciones de rescate y lograron recuperar grandes cantidades de oro y plata del Margarita.
En cambio, nunca encontraron el Nuestra Señora de Atocha, aunque sabían que estaba hundido cerca del Margarita y contaban con el testimonio de sus cinco únicos supervivientes. Con los años, aquella flota del tesoro se perdió en el olvido.
El barco perdido.
A finales de la década de 1960, el californiano Mel Fisher, instructor de buceo, dio con la pista de los navíos españoles gracias a documentos del Archivo de Indias, en Sevilla. Fisher había participado en la exploración de otra flota española hundida en 1715 por un huracán en los cayos de Florida, cuyos restos había localizado Kip Wagner en 1959.
El Atocha era un objetivo igual de apetecible y Fisher decidió lanzarse en su busca. Creó una empresa de rescate de pecios, llamada Treasure Salvors, e implicó en la aventura a toda su familia, además de a un buen puñado de buzos e inversores. Se procuró asimismo tecnología de exploración puntera en la época: un magnetómetro de protones y un sistema de posicionamiento Loran, precursor del actual GPS.
Fisher también decidió incluir en su equipo a un especialista con formación académica. Así, Duncan Mathewson, un joven e inexperto arqueólogo que nunca había trabajado en un pecio, recibió un telegrama de Mel Fisher: «He descubierto los restos de dos buques naufragados del siglo XVII. Necesito un arqueólogo. Le envío un billete de ida y vuelta».
En 1975, los buscadores dieron con la prueba definitiva de la presencia del Atocha en la zona: dos grupos de cañones de bronce cuyas inscripciones coincidían con los números de registro del sobordo, la lista de mercancías del galeón. El barco, con su fabuloso cargamento, no podía estar lejos. Al día siguiente de ese descubrimiento ocurrió una tragedia: el Northwind, el barco en el que viajaban el hijo de Fisher, Dirk, y su nuera, se hundió y ambos murieron junto a uno de los buceadores.
Durante los siguientes años la búsqueda prosiguió, aunque las dudas sobre la ubicación exacta del Atocha se acrecentaban. Fisher creía que el barco descansaba en aguas someras, mientras que Mathewson insistía en buscar en aguas más profundas. En 1980, Kane Fisher, el otro hijo de Mel, dio con los restos del Margarita, que conservaba parte de la carga que no habían rescatado los españoles. Por su parte, Mel Fisher accedió finalmente a seguir los consejos de su arqueólogo y, cuando ya desesperaba de lograr su objetivo, intentó una última exploración de las aguas profundas del canal Hawk. El 20 de julio de 1985 llegó a la oficina de Treasure Salvors un mensaje de radio desde el barco Dauntless; su capitán, Kane Fisher, decía eufórico: «¡Cerrad los mapas! ¡Lo hemos encontrado!». Los restos del casco del Atocha descansaban a dieciséis metros de profundidad, como quedó reflejado en los documentos oficiales españoles y como sostenía Mathewson.
El tesoro de Indias.
El cargamento recuperado ascendió a más de mil lingotes de plata, 125 barras y discos de oro, cien mil monedas de plata y oro, y una amplia colección de objetos personales, tanto de la tripulación como de los pasajeros más ricos. Entre las piezas halladas destaca un cinturón de oro con rubíes, idéntico al que luce una hija de Felipe II en un retrato; platos y copas de oro ricamente decorados, especialmente una copa que contiene un bezoar, una piedra que se usaba como antídoto de venenos; una completa colección de útiles médicos; cajas de marfil labradas procedentes de Ceilán, y una fabulosa muestra de joyería y orfebrería religiosa compuesta por rosarios, cruces y anillos engastados de rubíes y otras piedras preciosas.
Los informes que publicó Duncan Mathewson aportan escasa información arqueológica. Pese a ello, arrojan datos interesantes. Por ejemplo permiten constatar la importancia que tenía el contrabando en los navíos españoles: tres mil esmeraldas colombianas halladas por Fisher no figuraban en el sobordo. También se transportaban grandes cadenas de oro que no pagaban impuestos al no ser oro en barras sino manufacturado.
Hoy, sólo una pequeña parte del tesoro hundido en 1622 se puede ver en el Mel Fisher Maritime Heritage Society Museum, el museo que la familia Fisher posee en Cayo Hueso, Florida. El grueso de los hallazgos fue subastado en la sala Christie’s de Nueva York, en 1988.
fuente: National Geographic Society
Si te ha gustado el artículo inscribete al feed clicando en la imagen más abajo para tenerte siempre actualizado sobre los nuevos contenidos del blog:
Espero que esta publicación te haya gustado. Si tienes alguna duda, consulta o quieras complementar este post, no dudes en escribir en la zona de comentarios. También puedes visitar Facebook, Twitter, Google +, Linkedin, Instagram, Pinterest y Feedly donde encontrarás información complementaria a este blog. COMPARTE EN!
0 comentarios:
Publicar un comentario
No incluyas enlaces clicables. No escribas los comentarios en mayúsculas. Caso contrario serán borrados. Muchas gracias por la colaboración..