Ha pasado una semana del golpe de Estado que derrocó al presidente Manuel Zelaya en Honduras. Este cuartelazo recuerda el trágico 11 de septiembre de 1973, cuando el general Pinochet asesinó al presidente Salvador Allende, y se consumaba el atentado contra una de las democracias más añejas del continente.
En América Central, como resultado del desmantelamiento exitoso de las guerras civiles de los años ochenta, en la última década del siglo XX se vivió un gran optimismo por la solución de los conflictos mediante la participación muy activa de la ONU y la OEA, y por los procesos de construcción democrática. Se pensaba que los ejércitos dejaban de ser instrumentos de las oligarquías económicas y de los poderes externos que los manipulaban en la guerra fría, y que se transformaban en instituciones fieles a la ley y profesionales. El ejército de Honduras acaba de demostrar que ese todavía es un sueño.
Centroamérica es conocida como la tierra de los volcanes, los sismos y los golpes de Estado. Es una región muy pobre y castigada por la historia, donde Honduras y Nicaragua registran los indicadores de mayor pobreza en el continente junto a Haití y Bolivia. La democracia hondureña es joven. Desde 1982, cuando se emitió la Constitución que actualmente rige la vida del país, se tambaleó en varias ocasiones. El domingo 28 de junio sucumbió ante la embestida de la oligarquía, usando al ejército como el instrumento que consumaría la operación final, para sacar al presidente en piyama y enviarlo a Costa Rica. Ahora bien, ¿qué consecuencias puede tener esta maniobra política, oligárquica y militar?
La primera gran tensión fue provocada el mismo domingo 28 de junio por el anuncio del presidente Chávez de Venezuela de que se podría reinstalar en su cargo a Zelaya empleando a su fuerza armada. Una maniobra militar no puede ser nulificada con otra maniobra militar, significaría la muerte de la diplomacia en la región. Ni en los momentos más álgidos de la guerra fría se había amenazado desactivar un golpe de Estado empleando a la fuerza militar de otro país.
El golpe militar puso en tensión, más de lo que ya estaba, la fricción política del país, y que, dicho sea de paso, el presidente Zelaya no es ajeno. Condenar el golpe no significa dar una patente de corzo al presidente Zelaya. El golpe polarizó aun más la situación entre los poderes del Estado, y ahora hay dos presidentes, uno en el exilio y otro de facto, un Congreso y un poder judicial respaldando y otorgando poderes al autodesignado presidente Roberto Micheletti, y un grupo de partidos políticos, encabezados por los dos grandes, el Partido Liberal y el Partido Nacional.
Zelaya se fue alejando de los mecanismos de la política tradicional y empezó a construir mecanismos de “democracia participativa” que asustaron a la oligarquía. Ciertamente construir un poder político paralelo, con respaldo internacional, básicamente de Cuba, Nicaragua y Venezuela, es un desafío a los sectores dominantes. Al presidente se le puede cuestionar su incapacidad para convencer a su partido, el Liberal, y a la clase política tradicional, pero ello no quiere decir que se le podía destituir por medios violentos. El “miedo a Hugo Chávez” comenzó a impregnar a los medios de comunicación, a las fuerzas armadas, al Congreso, y se inició un proceso de polarización que terminó en el golpe de Estado. Sin embargo, el proceso electoral presidencial está calendarizado para el 28 de noviembre próximo, y una disputa política debía ser resuelta en las urnas, como en cualquier democracia. Casi se podría afirmar que para desplazarlo del poder no era necesario organizar un cuartelazo, si es eso lo que buscaban los que derrocaron a Zelaya.
Un escenario no previsto por los golpistas es el total rechazo internacional a su maniobra política. Por razones de principios, no importando la ideología de los presidentes y primeros ministros del hemisferio, 33 de los 34 países de la OEA aceptaron aplicar el artículo 21 de la Carta Democrática Interamericana, y se expulsó a Honduras del organismo el 4 de julio. Adquiere un protagonismo muy significativo el rol del Secretario General de la OEA, el chileno José Miguel Insulza, y en ese organismo, por supuesto sin descartar la posible acción de la ONU si la crisis internacional escala a una dimensión superior, puede encontrar mecanismos de negociación ad hoc. Europa también ha sido enérgica con el retiro de sus embajadores y el gobierno de Barack Obama también ha expresado su inconformidad con lo sucedido.
Las consecuencias del golpe de Estado llevan a reflexionar sobre las tendencias que se observan en la política y la diplomacia latinoamericana. La división entre izquierdas y derechas no debe llevar a aceptar o a practicar que se fracture la constitucionalidad de los países o la legitimidad de los presidentes electos. Si un presidente, electo por la población, decide transitar a mecanismos nuevos de acción política que se definen como “democracia participativa” o “plebiscitaria”, debe tener presente que no puede alterar la convivencia basada en las leyes y en la “democracia representativa”, que se apuntala en las elecciones. Además, es claro que ninguna democracia se importa del exterior. Lo externo influye, pero lo decisivo es la correlación de fuerzas internas en un país.
Si para vincularse a coaliciones como la llamada “Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América” (ALBA) se pone en fricción a las elites de los países con los sectores populares, por ejemplo con las agrupaciones campesinas, estudiantiles y sindicales, el remedio puede ser peor que la enfermedad, pues lo que se cosecha es un enfrentamiento de grandes dimensiones. Si al pertenecer al ALBA se va a recibir un trato preferencial comercial con una potencia petrolera como Venezuela, con lo cual se puede ayudar a países con economías muy frágiles a sobrellevar la crisis mundial de los precios del petróleo, ello no debería conducir de forma automática a la implementación paralela de una especie de “paquete chavista”, donde se orilla a los presidentes que inscriben a su país al ALBA a implementar medidas “socializantes”, enviar lideres políticos a “escuelas” de formación de cuadros, entre otras medidas, que finalmente se consuman con la búsqueda de cambios constitucionales profundos que incluyen la reelección de los gobernantes. En este contexto debemos tener presente la regla de oro de la estabilidad política de México: “Sufragio Efectivo, No Reelección”. Este lema está presente en todos los libros de texto de los niños en las escuelas, en toda la papelería oficial, en toda la documentación de las fuerzas armadas. De algo sirvió la dictadura de 36 años de Porfirio Díaz y la sangrienta revolución mexicana, que dejó un saldo de un millón de muertos hace casi 100 años. O sea, el presidente se va porque se va, al terminar su periodo constitucional de gobierno.
Otro factor a tener presente es la correlación de fuerzas. Sí ésta favorece a un presidente y puede implementar el paquete ALBA con sus bases de apoyo políticas sin llegar a una conflicto superior, como es el caso del presidente de Ecuador, Rafael Correa, enhorabuena. En otros países, las reformas del paquete ALBA se quedan a medias precisamente porque el presidente que las impulsa, aun siendo respaldado por importantes sectores de la población, decide no elevar el nivel de la confrontación y convivir de forma negociada con la oposición, como ha demostrado Evo Morales.
En el ALBA concurren 9 países, Antigua y Barbuda, Bolivia, Cuba, Dominica, Ecuador, Honduras, Nicaragua, San Vicente y las Granadinas y Venezuela. Destaca que los países de América del Sur gobernados también por presidentes de izquierda, como Brasil, Argentina, Paraguay, Uruguay o Chile, no se adhieren al ALBA, y tampoco promueven las formas de “democracia participativa”, respetando a la llamada “democracia representativa”. Casualmente estos países tienen un desempeño muy positivo de su economía, aun a pesar de las turbulencias internacionales, y sus mandatarios gozan de amplio apoyo político interno. Es por demás decir que se han desarrollado formas de convivencia muy maduras, tanto con la oligarquía económica como con las fuerzas políticas de derecha y las élites castrenses, que son ejemplo para el resto de América Latina.
En la llamada cuerda floja, o viviendo un aumento de las tensiones políticas internas, están El Salvador y Guatemala. En esos dos países han arribado al poder por la vía electoral gobernantes de centro izquierda que buscan implementar políticas de Estado socialdemócratas. En el caso de El Salvador, de forma explícita su presidente, Mauricio Funes, ha señalado que su ejemplo de líder es el presidente Lula de Brasil. Hay tendencias en el partido que lo llevó al poder, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), la famosa ex-guerrilla de los ochentas, para bolivarianizar la política salvadoreña e impulsar a fondo la democracia participativa. En el caso de Guatemala, su presidente, Álvaro Colom, ha estado asediado por la derecha vinculada a los militares, y hace un mes y medio se gestó una especie de golpe de Estado de nuevo tipo que fracasó, afortunadamente para la salud democrática de Guatemala. El ejército no se pudo emplear como la pinza final y el presidente Colom logró un amplio respaldo internacional para sostenerse, sin embargo, quedó debilitada la gobernabilidad de ese país.
Es claro que la democracia en el continente está viviendo una prueba de fuego con el golpe de Estado de Honduras. Es una lección tanto para las derechas antidemocráticas y golpistas, así como para las izquierdas radicales. No puede consolidarse el gobierno de facto, si lo logra, habrán ganado las batallas políticas los más retardatarios sectores oligárquicos y militares, y será un regreso a la guerra fría. La tentación de emplear políticamente a los militares está presente. Para la izquierda, forzar las condiciones para implementar medidas ALBA y formas confrontativas de democracia participativa que desprecian la ley, es también muy peligroso. Se calienta la hoguera. Por ejemplo, los sectores que en el FMLN postulan que su presidente debe acercarse a Nicaragua y Venezuela, sin tener presente la fuerza político-electoral del partido ARENA o la ideología de los militares, que todavía puede guardar resabios de la guerra fría, y por tanto podrían verse estimulados a ser más “activos”, conlleva grandes peligros.
Ni las derechas radicales ni las izquierdas extremas deben aventajarse de este golpe de Estado. Por ello en Honduras se juega la validez de las democracias construidas con muchas dificultades en los últimos 20 años. Es difícil que regrese el presidente Zelaya a terminar su gestión de gobierno, dado el nivel de confrontación existente entre él y los poderes legislativo, judicial y militar. Tampoco puede gobernar el presidente de facto Micheletti, pues aunque su gobierno tenga cara civil, es claro que está en ese sitio por la fuerza militar, empleando recursos de fraude legal como fue una carta falsa de renuncia del presidente Zelaya.
Las opciones no son muchas, pero los escenarios pueden ser los siguientes: Primero, una fórmula estilo Raoul Cédras, cuando derrocó por medio de un golpe de Estado al presidente Aristide en 1991. Aristide se asiló en Estados Unidos y desde Washington “gobernó” hasta 1994, cuando el presidente Clinton diseñó la operación “Restaurar la Democracia”, y, con el respaldo de la ONU, logró la salida negociada de Cedras a Panamá y Aristide regresó a gobernar a Puerto Príncipe. Lo que sucedió después es una historia que no debe repetirse en ese país. La economía haitiana quedó semi destruida por el embargo internacional de tres años y la lección para los militares fue contundente: su disolución. Si se quedará aislada Honduras y se logra establecer el gobierno de facto, el embargo llevaría a una situación similar, y los militares corren el riesgo de que en un futuro su disolución institucional sea posible, o sea, la sombra haitiana no está muy lejos del horizonte. Eso sucedió en Costa Rica tras la revolución de 1948, y, dicho sea de paso, se construyó una de las democracias más sólidas del continente, libre de golpes de Estado.
Una salida posible es una acción diplomática enérgica, con el respaldo de todos los presidentes latinoamericanos, similar a la implementada en Perú del 22 de noviembre de 2000 al 28 de julio de 2001. Se instauró un gobierno provisional, encabezado por Valentín Paniagua, quizás el político peruano mejor recordado por la población. La crisis se había profundizado por el intento de Alberto Fujimori de reelegirse por tercera ocasión. La OEA jugó un papel clave en las negociaciones entre todos los sectores políticos del país, se conformó una Misión de Observación Electoral de febrero a junio de 2001, encabezada por el gran diplomático guatemalteco, Eduardo Stein, y se logró implementar un proceso electoral libre y técnicamente impecable, que llevó al presidente Alejandro Toledo a la presidencia.
En Honduras hay un dato positivo: ambos gobiernos, el de Zelaya y el de facto, reconocen que se deben realizar elecciones el 28 de noviembre. Las preguntas son: ¿quién las va a organizar?, ¿qué nivel de confianza va a tener la población para emitir su voto sin presión, gobierne quien gobierne en ese momento el país?, ¿cómo se va a garantizar el desarrollo de una campaña electoral que no esté polarizada y dónde no haya connatos de violencia?, ¿Quién va a ejercer la función de veeduría y vigilancia? Estas preguntas derivan en una conclusión. Para que se desactive la crisis mediante un proceso electoral, no hay otra forma que se de, más que con una participación muy activa de la comunidad internacional. Los gobiernos de América Latina deben ofrecer recursos, no sólo discursos diplomáticos, para que, por ejemplo, la OEA instale una Misión de Observación Electoral, o se conforme una misión multinacional que tenga facultades superiores, por ejemplo, como lo fue la misión electoral en El Salvador entre 1992 y 1994, que se ubicó bajo el paraguas de la misión de paz ONUSAL. Organismos como el Instituto Federal Electoral de México, con gran experiencia internacional en Haití, Timor del Este e Iraq y otros, pueden echar la “mano amiga” técnica, que da confianza política a los distintos sectores de la sociedad hondureña.
Raúl Benítez Manaut, Investigador de la UNAM y Colaborador de Radio Nederland
Escuche las entrevistas con:
*Rafael Alegría, es la principal figura sindical de Honduras y pilar de oposición al gobierno interino de Micheletti
*César Ramos, es uno de los analistas políticos más destacados de Honduras
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